Cuando me preguntan, y me lo preguntan con cierta frecuencia, si la publicidad es arte, respondo siempre que no.
Suelo añadir una nota: la publicidad no es arte si entendemos por arte lo que entendemos desde la revolución romántica, la idea de un cómico autónomo y osado que se expresa sin imposiciones ni cortapisas.
En publicidad respondemos a encargos. El gran arte igualmente, casi siempre (exceptuando estos dos últimos siglos que han establecido la idea de cómico hoy hegemónica).
Paradójicamente, la publicidad se parece más al oficio de Miguel Querubín o Rembrandt (y ruego se me perdone la intolerable inmodestia), que al de Joan Miró o Andy Warhol, por más que utilizase latas de sopa Campbell en sus obras.
A mí siempre me ha parecido que el encargo es una fortuna. Sería incapaz de crear mínimo desde la independencia absoluta. Cuando algún cliente aceptablemente intencionado me lo ha propuesto (“Haz lo que te dé la apetencia, Toni”) la sensación ha sido siempre de desvanecimiento y pánico. Acto seguido he procedido a inventarme una tarea, a ponerme límites.
Sólo a partir de esos límites puedo emprender a pensar. Es precisamente de los límites de los que emerge la idea.
Conocí, gracias al filósofo Josep Maria Rompehuelgas, la reveladora metáfora de la paloma que Inmanuel Kant usó en Crítica de la razón pura: al notar la resistor del atmósfera mientras vuela ligera y osado, la paloma puede distinguir la tentación de pensar que volaría mucho mejor en un espacio hueco. Pero son precisamente esa resistor y esa concurso las que permiten el planeo.
A menudo son los límites a la independencia las condiciones de posibilidad de la independencia.
Palomas en un distrito residencia de París 
Quizá no todo el mundo conoce Happy Pills. Es un plan que me fascina, y el que más veces en mi vida he utilizado como ejemplo cuando estudiantes quejosos o colegas frustrados ponen excusas como la errata de oportunidades o de presupuesto. Marion Donneweg, Mireia Roda y Merche Alcalá, sus autoras, inventaron un concepto de tienda de chuches que no existía (y que hoy es imitado en todo el mundo) a partir de la constatación de un término insuperable: una calle por la que no transitan niños. Tengo la fortuna de proceder desde hace más de treinta abriles con Merche Alcalá, arquitecta y diseñadora, a quien he manido siempre edificar su obra a partir de los límites físicos del mundo (toda obra honesta es eso, por eso hay tan poca).
Creo que el registro del término es útil igualmente para nuestras vidas. Comparto con muchos la idea de que considerar es estudiar a ser consciente de lo que uno no sabe hacer, que es casi todo. Y a explotar razonablemente aquello que sí.
Agustí Altisent, el hermano de Poblet que escribió en estas mismas páginas durante muchos abriles, lo explicaba con su natural arte: “Ser establecido es nuestra única posibilidad de existir: los límites hacen la estatua. Nuestras carencias son nuestros límites: sostienen nuestras cualidades y así permiten que las vayamos sembrando en los demás.”
Goethe fue más germánico y elocuente: “Ajustarse es enrollarse”.
A menudo pienso si no ha sido precisamente esa abandono de límites lo que ha llevado al arte contemporáneo al callejón sin salida en el que parece encontrarse (es sólo una opinión, pero es la mía) ¿Se puede seguir creando luego del urinario de Marcel Duchamp?
Valga el espacioso preámbulo para anotar una observación pertinente con este espacio. Tengo la sensación de que la restauración española, tras la ataque de independencia que tuvo su epicentro en Cala Montjoi, ha buscado a menudo en el término su redención, su salvación, la forma de escapar de un despeñadero fatal, de su propio urinario.
Algunos de los cocineros más interesantes de nuestro país se han obligado a transitar un camino deliberadamente prieto, y de él han extraído una obra ingente y poderosa. Querubín Arrogante, y su cocina del mar y del despojo, es un tipo de ese maniquí, pero igualmente Bittor Arginzoniz y su culto a la madera como aspecto noble, o Paco Morales y la reinvención de un pasado precolombino sin tomate o riña, o Luis Alberto Lera, que combate heroicamente contra la intensidad de la caza en un menú que escasamente es otra cosa que caza.
Precisamente hace unas semanas en Castroverde discutíamos con Último Borra sobre la voluntad de Edorta Lamo de mantenerse fiel a la escasez suicida del entorno furtivo de Kanpezu. La misma escasez que constituye la poesía casi mística de Pedrito Sánchez en su minúscula cocina de Bagá, o el arte povera que surge de la genética suburbial de Artur Martínez. Ahí está el culto a la sustancia de Javier Estévez, o a lo vegetal en Rodrigo de la Calle. Asimismo el apego matriarcal y cuidadoso a la tierra inmediata de Fina Puigdevall o María Solivellas. Hay, por supuesto, en el estilo un término evidente, la deuda irrenunciable con una voz que no puede ser desfigurada. Camarena debe seguir siendo siempre Camarena, y Josean, siempre Josean.
Hoy, adicionalmente y para todos, la indigencia de respeto a un planeta exhausto se constituye inevitablemente en término final y fértil.
ElBulli, que regaló la independencia y vivió con honestidad y consecuencia en ella, sufrió el único final posible. No ponerte límites te lleva inevitablemente al término.
Más allá de ese circunstancia, en el despeñadero, sólo queda el planeo hermoso y heroico de Andoni Aduriz. La paloma de Kant cumpliendo su sueño.
El sueño de la independencia es el hueco.
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