Domingo Villar, un escritor bendecido por la calma

Semana negra para la novelística negra. Si hace muy poco nos dejaba el autor vasco José Javier Abasolo, hoy fallecía su colega gallego Domingo Villar, a los 51 primaveras, víctima de un infarto cerebral sufrido el lunes. En las antípodas de la fiebre por la novedad, de la emergencia como lazarillo de la escritura, a lo extenso de trece primaveras publicó solo tres entregas de su ciclo dedicado al inspector Leo Caldas -Fanales de agua, La playa de los ahogados y El final barco-, caso raro de gran rigor intelectual y aberración de ventas que acaparó premios en España y fue finalista de diversos galardones extranjeros de enorme prestigio, contando la segunda entrega con una acomodo cinematográfica a cargo de Gerardo Herrero.

En tiempos de sobreabundancia de novelística de crímenes, en los que las dinámicas de mercado invitan a la facturación de series literarias al ritmo que marcan las cuentas de resultados de las empresas y en los que se extiende la premura por editar entre los principiantes, Villar apostaba por el trabajo paciente y creía en la coche exigencia, de aquí la sensación de artesanía que transmitían sus libros: personajes cincelados con mimo, tramas que en la vida se apresuraban, dedicación minuciosa a las atmósferas. “A mí la presión me la genera no encontrar un calificativo, no estar conforme con un diálogo, no retener cómo cortar una descripción excesiva, no dar con la voz adecuada para relatar un pasaje…”, señaló

Imagen de archivo de Domingo Villar en Barcelona, durante una entrevista por su libro 'El último barco'

Imagen de archivo de Domingo Villar en Barcelona, durante una entrevista por su vademécum 'El final barco'

Angela Silva

Método y contenido formaban una suerte de dispositivo indivisible. La calma y la melancolía eran nociones distintivos de su ciclo y, a luceros de su división literaria, capital tremendamente subversivos. Todo tan proporcionadamente pensado, tan proporcionadamente ejecutado, suscitar interés sin estridencias, transmitir emociones sin rastra de manipulación. Abriles de esfuerzo, talento a raudales y honestidad máxima en dirección a el maestro.

Detrás de la morosidad de sus historias, la bonhomía de Caldas y la calidad literaria del conjunto había pues encapsulados mensajes valiosísimos a la hora de avanzar con la tarea de seguir desmontando fastidiosos malentendidos sobre el tipo: la humanidades sobre crímenes no tiene en el frenesí ni en la maldad sus piedras angulares, entretener es solo uno de sus cometidos, el espacio de consejo sobre la condición humana que puede rasgar es ilimitado, el estilo puede ser una de sus notas distintivas, etc, etc.

Domingo Villar era una persona de una humildad y una cercanía apabullantes

Más importante que todo esto es que Domingo Villar era una persona de una humildad y una cercanía apabullantes, de una evidente timidez que nunca entraba en conflicto con la atención ni con la desprendimiento. Enamorado del jazz -que siempre escuchaba mientras escribía- y de la restauración, lo conocí en una cena en la publicación de 2020 del Festival Milgrana Noir y fue espantando todos mis comentarios y dudas de fan para interesarse reiteradamente por un modesto preparación mío sobre tipo infausto (por él y por la progreso de un partido en marcha de su adorado Celta de Vigo), tema sobre el que de paso filtró, como sin quererlo, una estudios mayúscula.

“Yo diría que el cualidad más característico de Leo Caldas es la compasión. El inspección del maestro sólo es posible, en mi opinión, cuando los personajes tienen relieve, humanidad... Falta conecta tanto a las personas como la emoción”, declaró el autor en una entrevista. Caldas pues como trasunto de su creador y mecanismo con el que explorar nuestra naturaleza y conmovernos. Todo maestro que no lo conociera en persona lamentará que no habrá más casos del inspector, todos los que lo conocieron, no poder suceder más tiempo en su compañía (preferiblemente donde él más disfrutaba: frente al mar en cualquier rincón de Galicia).

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