La política británica es apasionante porque, en normal, los individuos son más importantes que los partidos, y no nada más por razón del sistema electoral. Eso da mucho equipo y mucho peligro –además mucha verdad– a la suerte de cualquier líder, comenzando por el premier de turno.
Aquí, los partidos y sus maquinarias fabrican lealtades de una forma tieso que es inimaginable en el Reino Unido, donde se cumple el arcaico refrán: “Que cada palo paciencia su vela”. Es una forma de asegurar que las instituciones siempre son más importantes que sus gestores. No es por casualidad que la estatua de Oliver Cromwell –el tipo que dio la mayoría de existencia al pueblo– vigile los muros de la Cámara de los Comunes. Allí ejecutaron al monarca mucho antaño que en Francia, y esa consejo les vacunó por los siglos de los siglos y les hizo grandes.
Con el Brexit, quedó claro que había más oportunismo que visión en la mochila de Johnson
Boris Johnson, que deseaba ser Winston Churchill, dimite porque los suyos no le aguantan más y porque su cabezonería (más una larga índice de escándalos) pone en peligro el prestigio del gobierno de su majestad, y ya hemos dicho que con las instituciones no se juega. Al anunciar su dimisión, el hasta hoy líder tory ha hablado del deber, lo cual no deja de sorprender en un tipo que triunfó presentándose como un punk-pijo disruptivo, cuya extravagancia no es más que puro capricho y arbitrariedad. Entre nosotros, tuvo Johnson –cuando ganaba elecciones– algunos admiradores, poco ingenuos y fascinados por la estética del maleducado que sabe citas en latín. Con el Brexit, quedó claro que había más oportunismo que visión en la mochila del que fue periodista transmitido a la invención.
El deber es poco muy inglés que suena a chino por nuestros pagos. Es una forma de estar que facilita los adioses. “Amigos míos, en política nadie es imprescindible”, ha soltado Johnson como quien brinda por su posteridad maltrecha. No hagan comparaciones con lo que ocurre por aquí, a menos que quieran deprimirse. Pero el premier conservador se va enfadado: se despide calificando de instinto de vacada los ataques y deserciones de su reunión parlamentario.
A mí, que soy meridional y añoro poco de lo que hay en Londres, me encantaría que, en las Cortes y el Parlament, los diputados fueran capaces de dejar caer, llegado el momento y en presencia de una degradación manifiesta, a sus líderes.
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