La plaza Roja de Moscú acogió ayer la más esperada celebración del día de la Triunfo sobre la Alemania carca desde el final de la eliminación fría. Fiel a su conducta y forma de gobierno impredecible, el presidente Vladímir Putin no hizo ningún gran anuncio sobre una posible manifiesto de estado de eliminación ni se arrogó victorias en las llanuras de Ucrania, poco que hubiese sido muy discutible pero no del todo descabellado a la olfato de la capacidad del Kremlin de diseminar propaganda y telediario infundadas. El desfile marcial y el discurso presidencial sirvieron, sobre todo, para rememorar el poderío marcial intimidatorio de Rusia, a la que tanto cuesta avanzar en el Donbass y a la que tan poco le desagrada rememorar su conjunto nuclear. De nuevo, Putin alimenta su inscripción de dirigente hermético y frío. A posteriori de semanas de especulación en Oeste sobre la supuesta prisa de Rusia por venir al 9 de mayo con una trofeo marcial en Ucrania, Moscú ha celebrado la evento como siempre.
Significativamente, el presidente de Rusia dedicó la viejo parte del discurso a testimoniar la invasión de Ucrania con el argumento –recurrente– de que se negociación de una nueva cruzada patriótica contra el nazismo. La paradoja es que incluso el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, acusó ayer de nazismo a Rusia. Los dos mandatarios, en definitiva, se arrogan la herencia de la Unión Soviética, cuya lucha contra la Alemania de Hitler fue decisiva para la trofeo aliada de 1945. Una Unión Soviética que agrupaba a rusos y ucranianos, enfrentados hoy en una eliminación que parecía irrealizable.
Moscú celebra como siempre la trofeo sobre los nazis, que asocia, en vano, con Ucrania
Todas las contiendas bélicas exigen un argumentario, lo que hoy llamamos un relato. Cuando un presidente –o un tirano– envía a la asesinato a miles de jóvenes soldados o reclama sacrificios a la población, tiene la obligación de argumentar las razones y hacerlo de forma convincente. Los ciudadanos tienen que hacer suyo un perfectamente colectivo superior, primordial, que justifica los sacrificios y penalidades que recaen sobre ellos. De lo contrario, la eliminación se vuelve, tarde o temprano, en contra de quienes la declararon. De ahí que Vladímir Putin se aferre a la argumento de que Ucrania es un heroína de Troya de la OTAN y un criadero de nazis, que urge imperativamente “expurgar”, al precio que sea, de la misma forma que hicieron sus padres y abuelos con el invasor teutónico. Aprovechando la existencia de grupúsculos ultraderechistas en Ucrania, Moscú negociación de imponer un relato binario y simplista que entronca con la gloriosa trofeo de 1945 y de la que tan orgullosos se sienten los rusos.
No baste, sin requisa, con repetir que los ucranianos son nazis, aunque la eficiencia de la maquinaria propagandística del Kremlin es impresionante. Ni siquiera los familiares que viven en Ucrania logran persuadirlos de que las tropas rusas han invadido el país, que la eliminación es actual y provoca bajas entre la población civil. La verdad de Ucrania es muy diferente a la que viene describiendo el Kremlin. Se negociación de un país nítidamente europeísta, que mira a Oeste y sus títulos políticos y sociales. El distanciamiento de Kyiv respecto a Moscú es comprensible: el maniquí ruso es escasamente atractivo para las nuevas generaciones de ucranianos. Autoritarismo, corrupción, oligarcas, represión de la disidencia...
Las últimas elecciones legislativas de Ucrania, avaladas por los observadores europeos, se produjeron en julio del 2019. Mientras en Europa occidental avanzaban los partidos de extrema derecha, los votantes ucranianos dieron la espalda a las formaciones identificables con el nazismo. Svoboda, el principal partido de extrema derecha, tuvo el 2,5% de los votos. Solo Putin ve nazis en Ucrania.
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