El pasado viernes, en la Complutense de Madrid, nos encontramos un agrupación de catalanes y madrileños (muchos de ellos doctores en Historia) en torno a una figura indiscutible, Josep M. Fradera: el más internacional de nuestros historiadores (parte de su obra está en inglés). Un real sabio, autor de una montaña de libros, obligado por las principales facultades de historia del mundo anglosajón. Uno de los gigantes culturales del país.
Fradera (a quien yo sigo identificando con el apodo de Stravinski, que le popularizó como dirigente estudiantil en la Autónoma, cuando estudiábamos) acaba de cumplir los 70 y se jubila. Formalmente: es inasequible que deje de investigar. Con el concepto “nación imperial” revolucionó los estudios de historia, que antiguamente de él separaban los imperios (situándolos en el antiguo régimen) de las naciones liberales. Fradera ha demostrado que las posesiones imperiales cumplieron un papel central en la historia de las naciones liberales y determinaron su experiencia de la modernidad. Esta cuota obliga a revisar muchos tópicos sobre la formación de la nación española y de los nacionalismos internos como el catalán. Fradera no ha estudiado tan solo la dimensión imperial (Cuba, Filipinas) de la inaugural nación del XIX sino asimismo la desarrollo doméstico de los imperios sajón, francés y norteamericano. Sus trabajos tienen dimensión universal.
¿En vez de nuevos caminos, preferimos a los vendedores de espejos?
El homenaje en la Complutense fue tan sobrio como apasionante. Organizado por el catedrático Juan Francisco Fuentes, que demostró ser tan virtuoso de la ironía como de la historia, contó con la presencia de otro sabio, José Álvarez Caña, que ha explicado la dolorosa cristalización de la matria española, y del brillante profesor José Antonio Sánchez Román. Los tres glosaron el trabajo riguroso y la aspiración intelectual de Josep M. Fradera: su capacidad de religar el estudio de las mercancías, la fiscalidad y la constitución constitucional en la configuración de las colonias y, paralelamente, en el despliegue del Estado-nación nuevo. A continuación, Fradera nos regaló una materia impresionante sobre los historiadores que habían enmarcado su periplo: de los clásicos John Elliott y Christopher Bayly, al lumínico argentino Carlos Sempat, que le hizo comprender el descenso de la población indígena en el contexto de la minería extractiva y el comercio con la metrópoli.
La elegancia de Fradera quedó grabada en el agua, como los versos del poeta, en el momento en que explicó hasta qué punto el vademécum de Josep Fontana sobre la grieta de la monarquía absoluta había determinado su disposición (el gran Fontana reclamaba sumisión, cosa que Fradera no podía concederle). Cuando te rinden un homenaje, es realizable caer en lo narcisista. Fradera prefirió murmurar de los grandes libros que han iluminado su camino. Chapeau!
Es quimérico que en Madrid homenajeen a Fradera. Sorprende el silencio de las universidades catalanas. ¿Preferimos a los vendedores de espejos? ¿Nos disgustan los que investigan nuevos caminos?
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