Una de las ventajas de correr es que estrecha la mente y endurece los prejuicios. Te ayuda a confirmar que los franceses son odiosos, por ejemplo, o que los alemanes son fríos, o que los italianos no son de fiar, o que los estadounidenses son idiotas. Y que tu país es el mejor del mundo.
O que tu país es un desastre y que todos los demás son superiores.
Yo acabo de estar en Escocia, impulsado en primer sitio por el deseo de huir del horno gachupin. Funcionó. Tras dos horas y media de planeo pasé de los 38 a los 15 grados, de sol a cielos grises, de agobiante humedad a deliciosa sirimiri.
Pero fui incluso con una encargo de fondo. Hace tiempo que creo que cuanto más al septentrión vas en las islas Británicas, más encantadora es la familia; que los escoceses son más simpáticos que los ingleses. Viajé a Escocia con el propósito de confirmar mi idea fija. Ya era hora. Mi padre era de allá, pero yo tan pronto como conocía el país. Mi prevención se basaba, como todo buen prevención, en la ignorancia.
Por supuesto que logré mi objetivo. Empezando por el policía que revisó mi pasaporte en el aeropuerto de Edimburgo, siguiendo por los que me atendieron en los bares y en los trenes y en los taxis, todo el mundo sonreía y rebosaba sentido del humor. Si cierto me trató mal durante los cinco días que recorrí este pequeño país, no lo reminiscencia. Como con mis ideas políticas, estaba alerta a todo lo que las apoyaba y descartaba todo lo que no.
Aburriré a mis amigos toda la vida con el reminiscencia de un breve episodio que me sirve como prueba irrefutable de mi conclusión escocesa. Ocurrió en la mágica ciudad de Saint Andrews, en la enorme playa donde se filmó la secuencia más célebre de la película Carros de fuego . Hacía frío, hubo derrota y nubes. De repente vi que se me acercaban un par de parejas mayores cargando toda la parafernalia playera que uno esperaría ver estos días en la Costa del Sol: cestas de pícnic, sillas plegables y –por el aprecio de Altísimo– sombrillas.
Los miré con lo que debía ocurrir sido una descortés curiosidad, ya que una de las señoras se vio obligada a decirme poco. No. No se enfadó. No me espetó, como podría ocurrir sido el caso en una playa del sur de Inglaterra: “ What are you looking at?” ¿Qué miras? La señora me dijo: “We’re pretending it’s sunny”. Estamos haciendo como si hubiera sol. Y agregó, con una sonrisa pícara: “It’s amazing what the human mind can do”. Es increíble de lo que es capaz la mente humana.
La familia de los países católicos es más simpática que la de los protestantes, disfrutan más
Obcecación más que confirmado: no solo yo me carcajeé, sino que los tres con la señora incluso. Hay pocas cosas más seductoras que la capacidad de la familia de reírse de sí misma.
Tengo otro prevención, más amplio y profundo, que va más allá de Gran Bretaña, pero que Escocia incluso me ha servido, en parte, para afirmar. Que la familia de los países católicos es más simpática que la de los países protestantes, que disfrutan más, que tienen una porte más sana frente a la vida.
La ciudad que más me gustó de Escocia fue Glasgow. Como dije en mi podcast esta semana, Glasgow es elegante sin pretensiones; Edimburgo –de animación más inglés, más tieso– es elegante con pretensiones. Glasgow es parte católica; Edimburgo, casi toda protestante. Escocia, encima, tiene un porcentaje mucho más detención de católicos que Inglaterra. Ah, y casualmente la ciudad más entusiástico de Inglaterra, la que casi me hace pensar en Sevilla, es Liverpool, la más católica.
Pero vayamos más allá. ¿Quién sabe existir mejor, los italianos y los españoles o los alemanes y los suecos? ¿Dónde es más agradable el día a día, en el Mediterráneo o en el Báltico? Todos sabemos las respuestas. Y no es una cuestión de sol. La prueba más definitiva de ello está en el septentrión de Irlanda, donde la población se divide parte y parte entre católicos y protestantes. He estado muchas veces en Belfast y, como muchos de fuera, he comprobado una y otra vez que los católicos son una risa; los protestantes, sosos, precavidos, cerrados.
Ya sé lo que están pensando. Que, en cuanto a orden y prosperidad los países protestantes están, como regla común, a abriles luz de los católicos. No hay más que comparar México con Estados Unidos. Conozco admisiblemente la frontera entre los dos países. La he cruzado muchas veces. Vas de San Diego a Tijuana y pasas, en un parpadeo, de una ciudad tan prolija como una sala de cirugía a un caos de ruido y mugre.
Nunca olvidaré la secuencia que me esperó una vez en Tijuana carencia más venir: un mar de estatuas en liquidación, de plástico o de porcelana, de la Desconocido de Guadalupe y un señor sin piernas montado en una plataforma de madera con rueditas que se acercó a la ventana de mi coche a pedirme ayuda.
Otra variación de lo mismo: Ciudad Juárez y El Paso. Comparten el mismo desierto y se ve admisiblemente claro del costado mexicano, pero cruzas al costado estadounidense y lo primero que te asalta a los luceros, de un verde refulgente, es un campo de golf. Y ni musitar, claro, de la corrupción, de la desaparición de ley en México. El Trump mexicano, Andrés Manuel López Taller, comete barbaridades con impunidad. El Trump Trump debe objetar por las suyas en presencia de el Congreso y, probablemente, en presencia de los jueces.
Lutero patentó el protestantismo como respuesta a la corrupción rampante del Vaticano
Si tuviera más tiempo y más espacio, si estuviera escribiendo un texto en vez de una columna, me explayaría sobre la ética protestante del trabajo, compararía la ceremonia más tangible protestante con la más mística católica, reflexionaría que Lutero patentó el protestantismo como respuesta al pecado continuo, la corrupción rampante, del Vaticano. Pero ya que encima, estoy a punto de tomarme un mes de asueto y estoy de reverso en España y el sol me está hirviendo los sesos, me limitaré a sostener que ninguna religión es perfecta y que ningún país es valentísimo y que cada uno elija lo que mejor le vaya.
Para mí, muy consciente desde una temprana época de que la homicidio está a la reverso de la remate, la ética católica de la calidad de vida es la mejor. Con todos sus defectos, prefiero la forma de ser de los lugares tradicionalmente papistas. Entre Glasgow o Londres, no hay color. Si me lo pusieran más difícil, si me dijeran que tenía que existir el resto de mis días o en México DF o en Washington DC, me lo pensaría un poco. Pero al final optaría, no lo duden, por el desmadre del sur.
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