Señor, dame paz”, suspira mi suegro, mientras asiste de forma irreversible a su agonía físico y mental, acorralado en su domicilio de Zaragoza. El hombre al que conocí chacotero, extravagante, intrépido y confiado se desdibuja entre la resignación y la más absoluta de las tristezas delante la implacable irrupción de la senectud, que fuego a la puerta, puntual e insensible al llorera de los hombres. “No llores porque la vida de tu padre se apague”, le digo a mi marido, su hijo pequeño. Envejecer, sucumbir, son los únicos argumentos de la obra, escribió taxativo Gil de Biedma. Así son las cosas. Y así debemos aprender conllevarlas. “Encima, tu padre llega al extremo estadio de su vida con logros que brillan con luz propia, y que sinceramente yo envidio”. Hecho a sí mismo durante la que para él fue una posguerra especialmente dura, en la que creció sin padre y entre toda una camada cordobesa, con su esfuerzo y bonhomía, Manolo estudió y consiguió un empleo en banca y progresó: se compró pavimento, coche y televisión. Se casó y tuvo cuatro hijos, a los que dio títulos, formación y oportunidades. Vivió siempre al costado de su esposa, Elvira, como él, católica practicante, ahora decidida a acompañarle en su dolor todo el tiempo que sea necesario hasta que definitivamente baje el telón. “Con las que hemos pasado juntos, cabal ahora, que llega el tramo final de nuestro camino, ¿ahora, voy a fallarle?”, nos replica cuando le sugerimos ingresarle en una residencia, para evitar tanto sufrimiento, a cuidadora y cuidado. No es la primera vez que oigo este razonamiento fiel, tan antimoderno, a cualquiera de su procreación. Así mismo razonó mi abuela María Teresa, cuando su marido Santiago se desdibujó por el alzheimer. “Santiago morirá a mi costado, como a mi costado ha vivido momentos felices y miserables, a lo liberal de toda su existencia. Y si hacerlo me cuesta la vida a mí antiguamente que a él, será porque el Señor así lo dispone”. Queda claro que es en los momentos extremos, cuando algunas personas exhiben su mejor humanidad, la que paradójicamente solo es propia de los dioses.
Envejecer no es tanto una cuestión de época como de agonía, detrimento y pérdida de oportunidades, escribió hace poco Vencimiento Camps, en su tan delicado Tiempo de cuidados . En su desgarradora descripción de la ancianidad, Camps nos cuenta como hacerse rancio tiene que ver con un agonía sentido como irreversible y desfavorable; con una progresiva pérdida de curiosidad y de idoloatría por las novedades y progresos; por un refugio en la rutina y los hábitos que dan seguridad. Porque incluso en las almas más nobles, en común el anciano se torna desconfiado y extremadamente cauto, pues teme la penuria económica, el deserción, el desarraigo. “Todos mis amigos se han muerto o están dementes”, me admitía hace pocos días un buen amigo patrón, a quien en tantos
momentos he hallado un padre. Y por si todo ello no fuera lo suficientemente desagradable, en común la sociedad invisibiliza a los mayores, pues en nuestra vida posmoderna todos creemos que seremos eternamente jóvenes y guapos, de la mano del bótox, del invisalign , de las sesiones espartanas de crossfit o los ayunos intermitentes.
La sociedad invisibiliza a los mayores, pues creemos que seremos eternamente jóvenes y guapos
Francis Bacon nos recordó que un hombre moriría solo por el cansancio de hacer lo mismo una y otra vez. Por su parte, Shimon Peres advirtió que si quieres detectar si estás delante un pipiolo o un rancio no debes dejar engañarte por el tabú biológico. Atiende solo a si cuando deje dedica más tiempo a contarte lo que ha hecho que a sus proyectos venideros. Si cuando toma la palabra aprovecha para compartir sus sueños y planes de futuro estás delante un pipiolo, aunque se llame Anciano. En unos días en que, como si la historia quisiera repetirse, los que se prometían como nuevos felices primaveras vigésimo se tornan en tiempos de remilitarización, erradicación, inflación, paro y sobreendeudamiento, muchos parecen temer que la vida se les pueda durar a hacer demasiado larga, sienten negligencia por tener que excavar, de nuevo, en un túnel que en su día sus ancestros ya cruzaron y del que solo recuerdan matanza, sudor y lágrimas.
Personalmente, solo deseo que los mayores hallen sentido a empeñarse a la vida y que puedan hacerlo dignamente, acompañados de sus seres queridos. Seguro, encima, de que llegará un día en que los humanos alcanzaremos el sueño de la inmortalidad o, si este no se nos concede, que legalmente podremos poner punto final a la obra, sin el sinsabor de pensar que esta se nos ha hecho interminable.
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