Andaba con tacones de jeringuilla por la arena de la playa en sondeo de un oficio que mereciera su cuerpo mientras el resto del categoría esperaba resignado en la furgoneta. Era ella, la influencer de los cinco millones de seguidores en TikTok y dos en Instagram, y curiosamente en la sinceridad seguía pareciendo una fotografía. Cuando entró en el coche, empezó a balbucir con su marido, cómplice en la posterior putada. ¿Qué hotel aceptaría canjear su estancia por unos vídeos o unas stories? La pareja me contó que sus hijas viven de lunes a viernes en Nueva Chaleco; ellos, en Manhattan.
Se juntan los fines de semana, y las niñas acompañan a la superiora en su vida pseudomillonaria. Me preguntan por Mallorca, “spots for photos” para ellos. Y leo un mensaje en Twitter, colgado por una mallorquina: “Hola pseudoinfluencers, dejad de promocionar ses illes, Mejor colgad fotos de vuestra casa”. Pero el hartazgo hace menos ruido que los likes.
Su vida es esclava ya que convierten sus cuerpos en un anuncio infinito
La vida del influencer es esclava, ya que convierten sus cuerpos en un anuncio infinito. Pero son las criaturas mimadas del turbocapitalismo. Y su poder de prescripción es muchísimo maduro que el de cualquier periodista especializado. Porque venden. Desde su cocina, su habitación, un hotel 5 estrellas gran boato o el lado de Formentor se dedican a catequizar, una palabra que hoy abraza el marketing, esa otra iglesia.
Por otra parte de promocionar todo lo tocan, los hay que asesoran: en dietas, sexualidad, cómo anudar el fular… Pero, ¿y los buenos, los que hablan, por ejemplo, de diferencia? “Mientras la igualdad deseada se mantenga en el plano cultural y no amenace con entrar en el financiero, las celebridades de las redes se muestran sumamente comprometidas con la causa”, concluyen Ole Nymoen y Wolgrang M. Schmitt en Influencer, la ideología de los cuerpos publicitarios (Península), donde además distinguen la monería de la influencia tóxica de un mundo y un cuerpo en cesión.
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