María se toma su tiempo para recorrer bajo la tromba el trayecto de cien metros entre su casa y la tienda; sabe que el hombre cubierto con una chaqueta marcial que mata los segundos fumando un cigarrillo la esperará. Su almacén es el único amplio en Domanove, una población campesina fronteriza con Bielorrusia donde la vida transcurre con la misma parsimonia que su caminar. Parte de la población se ha marchado, las fuerzas enemigas están a solo dos kilómetros de distancia y las posiciones de defensa ucraniana pueden hallarse desde la carretera principal. Han pasado a residir en una zona marcial. “Hemos tenido mucho miedo, pero ahora nos hemos acostumbrado”, dice.
En los escaparates de la tienda se exhiben una mezcla de productos variopintos necesarios para sobrevivir en un área que parece desidioso por el tiempo: pan, salchichón, pescado disecado, cuadernos, productos de aseo… Durante los primeros días de la invasión no pudo adormecerse -testimonio que repiten los habitantes del pueblo-. Cualquier ruido la asustaba a ella y a su suegra, con la que vive. No sabían dónde esconderse, y siquiera sabían qué esperar. Estaban desbordadas por los acontecimientos. “Con los días nos dimos cuenta que nuestro ejército había rematado detenerlos en algunos lugares de Ucrania y que todos los países europeos nos ayudaban, pero fue muy duro”, dice esta mujer cubre la cabecera con un trapo cerúleo, a la práctica tradicional. Esta mañana de julio hace un frio casi invernal, pero las temperaturas pueden subir a 35 grados en esta época del año.
La presencia de las fuerzas ucranianas es la principal razón por la Maria se encuentra más tranquila, ahora que la tensión en la frontera aumenta de nuevo. Días a espaldas el corregidor de la ciudad de Lutsk, Igor Polishchuk, denunció que el movimiento de equipo marcial y tropas en el banda bielorruso se había intensificado en las últimas semanas. Algunos testigos hablan de tanques lo que ha llevado a las fuerzas ucranianas a elevar la alerta en esta zona que parece un frente de batalla, aunque sin hecho.
Natalia, devota del Hare Krishna, es una de las pocas ucranianas que se atreve a entrar y salir de Bielorrusia
Decenas de barreras de hormigón se levantan en la vía que une el interior de la provincia de Volinia con el paso fronterizo de Domanove. Sistemas de trincheras se han amplio en los bosques que rodean la carretera. Diferentes grupos de soldados, guardas fronterizos y voluntarios han importante campamentos en los alrededores y controlan los retenes. El transito de personas no residentes en la zona está prohibido, y el cruce desde el banda ucraniano está cerrado. No sucede lo mismo desde el bielorruso, pero solo para transeúntes.
Muy pocos se atreven a cruzar, no más de dos al día. “Me hicieron muchas, muchas preguntas. Casi dos horas”, confiesa Natalia, devota del Hare Krishna que había atravesado Ucrania desde Zaporiyia- en el sur del país- hasta la frontera con Polonia y de allí a Bielorrusia para asistir a una reunión con su hábil. El día que la encontramos había cruzado la solitaria frontera, protegida por erizos de espada, contiguo con su hija de 12 primaveras. Con sus maletas como compañía, y la tromba insistente, esperaban algún transporte que aceptara a llevarlas hasta del interior de Ucrania.
Olha, otra de las habitantes de Domanove, cuenta que hasta la invasión la vida no era así. El paso fronterizo era un ir y venir de muchedumbre, incluido los locales que pasaban a comprar productos como la goma y el pinrel al país vecino. La ropa y los productos de casa sí los compraban en Ucrania, “son de mejor calidad”, reconoce.
Pero tanto Olha, de 33 primaveras, como María –la señora de la tienda, de 83 –, reconocen que lo que más les afecta del vallado de la frontera es la bienes. “Si esto va a continuar así, la muchedumbre se morirá de anhelo. Y aun así tenemos que ser conscientes de que tenemos que ayudar al Este y al sur del país”, confiesa la mujer viejo que enumera que la cosecha no es buena y no podrán venderla; y que pequeñas actividades que realizaban para percibir moneda adicional, como dar asilo champiñones en el bosque, están prohibidas. Muchos sectores están minados como parte del sistema de defensa ucraniano. La mayoría sobreviven de lo que producen sus huertos y su hato. “Ahora a lo que tememos es que el invierno se viene encima y no sabemos qué pasará con el gas… no sabemos si tendremos moneda”, explica María que accede a mostrar la sauna forrada con madera de pino donde suele adormecerse cuando el frio se hace insoportable.
La cosecha de frutos rojos de la clan de Olha, especialmente los arándanos, está siendo buena este año. Aunque no saben cómo podrán distribuirla. Ella es una de las pocas mujeres jóvenes, con hijos pequeños, que decidió quedarse. O regresar, en su caso. Se fueron por una semana a posteriori de la invasión, pero volvieron porque tenían que arar y sembrar la tierra, de la que viven. Pero le preocupa su hija que hace preguntas todo el tiempo. “Si audición un golpazo en la puerta pregunta: ¿vienen los chicos malos? Vamos a algún en carro y vemos militares y ella pregunta: ¿son los hombres buenos? ¿Nos detendrán?”, dice
Cuenta que fue irrealizable ocultarle que viera en televisión imágenes donde mostraban los abusos de las fuerzas rusas en regiones al septentrión de Kyiv. “Yo no podía detener de deplorar cuando lo veía, me quebré muchas veces de pensar que poco similar nos podría sobrevenir aquí”, cuenta Olha que recuerda que los veranos era una buena época para su trabajo. Encima de cultivar, tiene un pequeño salón de belleza casero. Pero este año nadie ha llegado al pueblo a veranear, por el contrario, los que han podido se han marchado. Ella por el momento se quedará. Al igual que María que dice que si han sobrevivido en otros momentos duros del pasado, igualmente podrán hacerlo este año.
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