Las cartas de amor de Fernando VII, apoteosis de lo kitsch

Las cartas que el rey Fernando VII mandaba a su prometida María Cristina de Borbón destilan una cursilería muy poco comedida. De un estilo infantiloide y de la pretenciosidad típica del que quiere ser sustancial pero no sabe cómo, el término kitsch quizá sea el que mejor las describa.

Y no pecamos de presentismo, pues ya en su momento el ensimismamiento de Fernando con aquella señorita italiana fue usado por sus detractores como motivo de escarnio. Por otra parte, el siglo XIX fue el de la humanidades romántica, cuando autores como José de Espronceda sublimaron la metáfora y las figuras retóricas para observar mil modos de describir el apego. Al flanco de sus sonetos, aquel “el corazón me hace pitititi, señal de que me muero por tititi” del monarca producía vergüenza ajena. 

Retrato de la reina María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (1806-1878), que fue reina consorte de España por su matrimonio con Fernando VII, de quien fue la cuarta esposa, y madre de la reina Isabel II de España.

María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (1806-1878), reina consorte de España por su coyunda con Fernando VII, de quien fue la cuarta esposa

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Por otra parte, estas boberías se antojan aún más hirientes en un rey que, tras follar de los afectos de la mayoría del pueblo castellano, más tarde se despachó a inclinación con los liberales. Y peor, pues mientras Madrid iniciaba una insurrección contra las tropas napoleónicas, que luego se convertiría en una cruenta querella de la Independencia, él se deshacía en elogios a Napoleón.

Sus misivas, en las que pedía ser hijo adoptivo del corso, no son una prueba de que sufriera el síndrome de Estocolmo respecto a quien le mantenía cautivo en Valençay (Francia), sino más admisiblemente un consumado ejemplo de su doblez. 

El diagnosis del marqués de Villa-Urrutia, que lo definió como una persona cruel que actuó siempre en beneficio propio y a gastos del admisiblemente de la nación, es parecido al de historiadores más recientes. Por otra parte, lo volvió a hacer en 1823. A posteriori de la intervención de las potencias absolutistas para restaurar su poder sin restricciones, incumplió su promesa de clemencia con los que habían protagonizado el Trienio Independiente

Con esos modos se condujo durante el resto de su reinado. Tras ese perfil taimado no se escondía un hombre excesivamente inteligente. En eso coinciden la mayoría de los especialistas, desde el estudiado e historiador del pasado siglo Gregorio Marañón hasta el presente Emilio La Parra López. Una de sus pocas virtudes era una campechanía –a veces muy vulgar– que le hacía parecer cercano. Como relató el historiador y psiquiatra Luis Mínguez Martín, una buena organización de seducción para un hombre que en el fondo era un antisocial. 

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Retrato del rey Fernando VII

Terceros

De ello no hay que inferir que no fuera capaz de reparar afecto o compasión. En 1829 acabó prendado de la señorita María Cristina de Borbón, que en unas semanas iba a convertirse en su cuarta esposa. Otra cosa es que, por su errata de imaginación y talento, no fuera capaz de poner esos sentimientos por escrito sin ser burdo.

Es una estado poco conocida de Fernando, la que expresó en sus cartas a María Cristina entre julio y diciembre de 1829, antiguamente de que ella llegara al Palacio Actual. “Sin conocerte todavía, ya te quiero mucho”. “Todo el día no pienso más que en mi amada Cristina”. 

En Fernando VII. Un rey deseado y detestado (Tusquets, 2018), Emilio La Parra recoge algunas de esas misivas, que más que humanidades son una sucesión de adjetivos empalagosos, aderezados con algún emplazamiento global sobre el apego.

Según explica este entendido, el monarca se enamoró de María Cristina por su aspecto físico. A establecer por lo que dijo de ella el marqués de Villa-Urrutia, las curvas de su cuerpo, sin ser excesivas, resultaban enormemente sugerentes. 

Fernando VII y María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, retrato de Luis de la Cruz, 1832.

Fernando VII y María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, retrato de Luis de la Cruz, 1832.

Dominio manifiesto

Hasta aquí lo sensual, pues su rostro era más admisiblemente dulce, con una boca y luceros propensos a una mueca alegre. Aunque quizá tenía la napias poco magnate, nos dice el marqués, ello no lograba desbaratar un rostro simétrico y sereno, con unas orejas más admisiblemente pequeñas. Según un marino hispanoamericano, las más hermosas que había trillado nunca.

Por lo que respecta a María Cristina, es dudoso pensar que alguna vez estuviera efectivamente enamorada de Fernando. Veintidós primaveras maduro que ella, en ese momento era ya un hombre obeso y con ataques de poco recurrentes. Afectado de un llano prognatismo (extensión del maxilar inferior), lucía un boca inferior demasiado caído. El resto del rostro lo completaban unos luceros estrábicos y una napias exageradamente magnate. 

De hecho, el único apego definitivo de la reina fue un número de corps llamado Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, con el que se casó en secreto a posteriori de permanecer viuda.

Sea como fuere, y antiguamente de casarse por primera vez, no dudó en replicar a las cartas de su prometido con la misma dulzura: “No, no puedo asegurar lo que siento por ti, mi interés no es [otro] que Fernando y daría mil veces la vida por él”. Unas cartas, adicionalmente, que empezaba con un “mi muy querido tío”.

Porque, en impacto, Fernando VII era el tío materno de María Cristina. Por eso la llamaba “querida sobrina mía Cristina”. Si la frase por sí sola ya resulta de lo más antisensual, peor aún es lo que viene a posteriori: “Querida Cristina mía de mi corazón”, “pimpollo mío”, “salero de mis luceros”, “pichón mío”, “paloma mía”, “lirio blanco”, “resalada mía”, “gachona”, “¡qué guapita eres!”.

Como explica La Parra, en sus respuestas ella acostumbraba a ser más elegante. Como a posteriori de su primer audiencia en Aranjuez, cuando le escribió: “Ahora sí que puedo cantar aquella romanza que dice: Io ti vidi e ti adorai / il mio cor più mio no è”. Incapaz de una cita musical o literaria, Fernando le respondía con la humanidades de cosecha propia que ya hemos trillado: “El corazón me hace pitititi, señal de que me muero por tititi”.

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Carlos María Isidro, primer reclamante del trono por los carlistas.

Terceros

Todo ello fue motivo de escarnio, en particular por parte de los absolutistas, que cerca de el final de su reinado ya estaban cerrando filas en torno a su hermano, el infante Carlos María Isidro. Entre ellos, según nos cuenta La Parra, el carlista José Arias Teijeiro, que acusaba a Fernando de ser un envejecido “chocho” enamorado de una señorita “antojadiza”. Según Teijeiro, mientras el uno la vestía, le servía la merienda e incluso mandaba a sus sirvientes donde fuera para satisfacer cualquiera de sus caprichos, la otra lo llenaba de halagos. 

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La futura Isabel II, de pupila. Su padre, Fernando VII, derogó la ley sálica para que ella pudiera reinar.

Terceros

Y es que, como explica la historiadora Isabel Burdiel en su esencial Isabel II. Una historia (Taurus, 2010), a pesar de ser un hombre desconfiado, Fernando podía ser muy manipulable si se atendían sus deseos. 

En todo caso, muy pronto María Cristina tuvo que cultivarse a navegar por la corte sin la protección de su consorte, que murió en 1833. Aunque la pareja logró legar el trono a su hija Isabel II, las tensiones dinásticas entre liberales y absolutistas dieron emplazamiento en 1833 a la primera querella carlista.

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