Los conservadores británicos, atrapados en el vórtice del tiempo, doce abriles consecutivos en el poder y un país nebuloso con el equivalente político, financiero y social de la covid persistente, se las han ingeniado para convertir el drama de la sucesión de Johnson en un carnaval. Menos impuestos, más desembolso, alegría, Thatcher resurrecta, cielo eterna al Brexit, inmigrantes a casa y a ver quién es más de ultraderecha, si Truss o Sunak. Difícil escoger.
El liderazgo, según el profesor de la Universidad de Cambridge David Runciman, consiste en crear “ilusiones plausibles”, y eso es lo que han intentado hacer los dos aspirantes a habitar el 10 de Downing Street en sus enfrentamientos televisados de lunes y martes (corto a media hora porque la moderadora se desmayó). Persuadir a los 160.000 militantes tories que han de designar entre uno y otro que el Brexit ya estaría funcionando de no ser por la perfidia de la UE, que la prosperidad está a la revés de la cúspide a pesar de la inflación y la recesión que se avecina, que el Reino Unido ha “recuperado su soberanía” aunque entran más inmigrantes (legales e ilegales) que nunca.
Mientras la política total es identitaria, tribal y de títulos, en la británica imperan aún la clase y el hacienda
Parece mentira que dos personajes con una ideología tan similar, herederos de Thatcher, que en el fondo solo discrepan en si desmontar los impuestos ahora o un poco más delante, y si es posible incrementar el desembolso sabido sin nuevos recortaduras y el regreso de la severidad, se ataquen como si fueran el polo meta y el polo sur. No parece probable que el perdedor de la sangrienta batalla ocupe un cargo en el próximo gobierno.
El exministro de Finanzas Rishi Sunak, en los debates y en sus declaraciones, se presenta como el candidato de lo que era el conservadurismo hasta el 2019, intentando reconciliar la ideología del Brexit (a estas jefatura más un estado de talante y una religión que una política) con la efectividad económica y las exigencias diplomáticas. Mientras que la titular de Exteriores Liz Truss (clara favorita, según los sondeos) apela al johnsonismo , a la peculiar coalición de votantes que fraguó –aunque de forma efímera– el ex primer ministro, socialmente conservadores, partidarios de un Estado liberal (con ellos), nacionalistas ingleses, contrarios a la ayuda extranjero y los inmigrantes, patriotas a su forma, hombres y mujeres de ley y orden que exigen mano dura contra la delincuencia, detestan la BBC, les revienta la civilización woke y para quienes el Brexit es infalible como el Papa (a pesar de deber destruido las exportaciones, pegado una dentellada del 4% al PIB y corto en 50.000 millones de euros los ingresos en las arcas del Caudal).
Como va perdiendo, Sunak se ha animado al ataque, acusando a su rival de hacer el ocio a China (ella asegura que él se lo hace a Putin) y proponiendo meter a los solicitantes de hospicio en barcos, como hacía Australia. Pero en posesiones va como el hombre sensato y frugal que sabe de lo que acento, mientras Truss hace las cuentas de la lechera y propone un recortadura de impuestos de 40.000 millones de euros que atizarían la inflación y obligaría al Mesa de Inglaterra a subir los tipos de interés hasta el siete por ciento. En castellano se promete la Vitral, mientras que inglés se promete la Tierra, lo que hace la ministra de Exteriores.
Los 'tories', un partido poscapitalista de jubilados, se debaten entre el fanatismo y la nostalgia
No solo eso. Además atacar la educación privilegiada de Sunak y el hecho de que es un millonario que va por la vida con zapatillas de deporte de quinientos euros y trajes hechos a medida de cinco mil (no como los políticos estadounidenses, que procuran vestir con modestia para que no se diga). La tribu, la identidad, los títulos compartidos y la civilización son las trincheras en las que se libran las guerras políticas en el mundo del siglo XXI, pero las de los tories se dilucidan simultáneamente en el demarcación de la clase y el hacienda. La secreto histórica del éxito de los conservadores ha consistido en administrar la desilusión de los votantes y surtir un nivel estable de descontento para que no llegue la matanza al río, y en ello siguen. En un sistema más parecido al feudalismo que a la meritocracia, la ingreso sociedad acepta a los de debajo si tienen el acento adecuado y llevan la ropa que Jehová manda.
Sunak se postula como lo que queda de aquel conservadurismo clásico sensato y alérgico al peligro, una vez que al guiso se ha añadido la psicosis envenenada del Brexit y su represión emocional, mientras que Truss se ofrece como la voz de la insurrección que ataca al establishment desde la derecha, a las élites globales financieras de Davos y Goldman Sachs, los “ciudadanos de ninguna parte”.
Los tories, un partido poscapitalista de jubilados, se debaten entre el fanatismo y la nostalgia, empeñados en arruinar las revoluciones de ayer (la de Thatcher). Si explotar la hipocresía es la esencia del poder, como dicen los discípulos de Maquiavelo, Truss y Sunak se aplican a fondo. Tratan a los votantes como los padres que dicen a los niños que existen los Reyes Magos, para que se sigan sintiendo seguros y queridos.
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