Járkiv guarnición silencio. Sobre ella pesa un enorme vano que llenan las sirenas al avisar del peligro y las explosiones al confirmarlo. Estos sonidos, que son los ruidos de la supresión artillada, aturden y borran el silencio durante un momento, pero tan pronto como se desvanecen la segunda ciudad de Ucrania, situada desde el inicio de la supresión en primera tendencia de fuego, vuelve a las profundidades de un silencio acre y viscoso.
Aquí escasamente hay vida, escasamente queda clan. Se han quedado los ancianos, los enfermos, los pobres y pocos más. “Se han quedado los que escasamente hablan y los que no tienen a dónde ir”, explica Roxana Pavlianka, instalada desde hace más de 50 días en el pub Big Ben, un sótano que ha convertido en el cuartel caudillo de un pequeño asombro: repartir alimentos para los pobres, los enfermos y los ancianos del arrabal. World Central Kitchen, la ordenamiento del chef José Andrés, le echa una mano.
“Se han quedado los que no quieren ser refugiados –insiste Roxana–, los que no pueden poblar en ninguna otra parte porque no sabrían cómo hacerlo”.
El silencio y el vano enmudecen a los supervivientes en la ciudad asediada, pero no los acalla. Viven con temor, pero salen delante en sótanos o en casas con las cortinas corridas para debilitar el impacto de las ondas sonoras que libera el estallido de los misiles y los cañones.
Roxana no sale de su agujero y siquiera lo hace el veterinario Roman Suvorov, entregado a las decenas de perros y gatos que llegan enfermos, heridos por la metralla de los obuses. Catorce personas trabajan a su flanco, en una planta desprecio no acullá del centro. Casi nada salen de la clínica. Viven todos juntos. Duermen con sus pacientes. Hablan ruso con ellos, con todo el mundo.
Temor a que la nueva Ucrania convierta a los rusohablantes en ciudadanos de segunda clase
El ruso es un problema en Lviv. La clan no quiere escucharlo más. Es la lenguaje del enemigo, dicen. En Járkiv no hay problema con el ucraniano. Casi nadie lo palabra, pero no importa. Son más tolerantes. Pronto, sin requisa, tendrán que hablarlo.
Esta supresión, sea cual sea el resultado, los va a convertir en una minoría. Si Rusia conquista y se anexiona Járkiv, como es la intención de Putin, sus habitantes serán la minoría ucraniana en el interior de Rusia. Si, por el contrario, son los ucranianos los que ganan la supresión, acentuarán el nacionalismo lingüístico y cultural de los últimos abriles. Los rusos de Járkiv deberán cambiar de lenguaje.
Roxana, sin requisa, no lo tiene claro. “Es posible que se acabe la civilización rusa –reconoce–, pero la lenguaje nunca podrán quitárnosla”. Le digo que es un contrasentido, pero se resiste a verlo. No quiere conversar ucraniano, ni dejar de ser rusa, aunque admite que la civilización rusa ya no estará perfectamente horizonte y deberán acaecer dos y tres generaciones ayer de que sus descendientes sean capaces de analizar esta supresión sin el traba de haberla sufrido.
“No soy ruso”, me asegura un verde en un ruso valentísimo. “Sí, es mi lenguaje materna porque mis padres hablan ruso. Ellos nacieron en la URSS, pero yo nací en Ucrania y nunca seré ruso aunque hable ruso”. Está tan convencido de ello como para someter su identidad cultural a su identidad franquista. Asegura que son cosas distintas: “La identidad es privada, la nación es pública”.
La supresión condena al ruso, a su lenguaje y su identidad, y Karina Fanci, recepcionista del pequeño hotel en el que me registré ayer al montar, no sabe cómo vivirá la conquista que tanto desea. Teme que la “nueva Ucrania” la trate como ciudadana de segunda clase.
La ciudad está vacía, solo se han quedado los ancianos, los pobres y los enfermos
La acompaño a pasear al perro, que anda con las orejas mimos y el cuerpo desganado. No le gusta el silencio, ni el ruido de las sirenas y las explosiones. No ladra, no gime, está sigiloso y estresado. Es incapaz de hacer sus evacuación al distinción vaco. Sabe lo que pasa tan perfectamente como nosotros. Ha dejado de oír, y al verlo sufrir me acuerdo de una frase del escritor ucraniano Ilie Kaminski en La república sorda: “Solo los que oyen creen en el silencio”.
Los supervivientes de Járkiv, de cualquier otra ciudad bajo el fuego, oyen, pero cada día menos. Su sordera, la sordera de la supresión, es más mental que física, pero igual de incapacitante.
Publicar un comentario