La carrera empinado de Laia Aguilar (Barcelona, 1976) empezó a despuntar con Wolfgang (extraordinari), sobre un chiquillo con un coeficiente intelectual altísimo pero con problemas de acondicionamiento social, novelística que ganó el premio Carlemany 2016. En el 2020 llegó el premio Josep Pla con Pluja d’estels, una historia de amigos que se reencuentran al límite del tiempo. Y ahora publica Les altres mares (Columna / en castellano, en Destino), una obra de envero, donde la autora profundiza en tres historias de madres ocultas, mujeres a quienes no se les reconoce la maternidad.
“La historia del duelo perinatal viene de una amiga mía. A los ocho meses de obstáculo le dijeron que no había diástole y tuvo que parir un hijo muerto. Viví esa historia de cerca, con la familia de su rodeando que no hablaba. Solo le decían que no pasaba carencia y que ya tendría otro. Pero ella decía que no se quería olvidar: ‘Yo he tenido un hijo, he sido mamá’, repetía. Son casos muy frecuentes, y ya es hora de que se comienzo a dialogar en voz suscripción”.
Aguilar empezó con esta historia, la de Emma, y posteriormente añadió dos más: “Quería dialogar de las maternidades no reconocidas o maternidades invisibilizadas”. De modo que el volumen se convierte en un tríptico conmovedor. La segunda historia es la de Jhanet, “una chica boliviana de 15 abriles que posteriormente de mucho tiempo de no ver a su mamá se reúne con ella en Barcelona, pero no la reconoce como tal. La ha cuidado siempre su abuela y no acepta las normas de su mamá. Es una situación de munición de relojería, donde mamá e hija deben reencontrarse, en una relación marcada por la partida”. Adicionalmente, la mamá se cuida de los hijos de una tribu acomodada. “Aquí me pareció más interesante el punto de panorámica de la hija, de cómo se la imaginaba y de cómo la encuentra”.
La tercera es la de Natalka, una chica ucraniana que es vientre de arrendamiento, que vive rodeada de actitudes egoistas: “Leí un artículo que hablaba de una mujer que había tenido anteojos. Un chiquillo y una pupila, ella con síndrome de Down, así que la pareja contratante se llevó al hijo y dejó a la hija. ¿Qué pasa con estos niños que nadie quiere? Pues que van a detener a orfanatos y que nadie adopta porque son niños con tara. En este caso, la mamá vientre de arrendamiento se apiadó de esa pupila y se la quedó, porque había creado un vínculo con la criatura”. En la novelística leemos que a Natalka y a sus compañeras les aconsejan que no se toquen la barriga, que no le busquen ningún nombre, que no miren en el momento del parto, para no crear vínculos. Y sin incautación, “muchas además viven el duelo de la separación”.
Pero la criatura de Natalka “además tiene tara”. “Me he documentado, aunque es muy difícil porque hay mucha opacidad. Lo venden todo como poco maravilloso, pero la existencia es que a las clínicas donde hacen el seguimiento de esos vientres de arrendamiento las llaman granjas de pollos”. Hay casos que funcionan adecuadamente, pero hay que no; me así a ese resquicio y lo ficcioné”. Ahora, con la pelea de Ucrania, se ha sabido que hay muchas criaturas abandonadas, que nadie las va a despabilarse.
Aguilar explica que las tres historias se acaban encontrando. “Quería que se fundieran en una sola historia y rendir homenaje a unas mujeres, la mayoría pobres, que viven esas maternidades escondidas, pero son madres rebosantes de ternura”, concluye.
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