Hoy tendemos a alimentarnos, no de reflexiones admisiblemente articuladas o de sesudos discursos, sino de titulares, de eslóganes, de lo que ayer llamábamos jaculatorias y hoy se conocen por mantras. Una de esas invocaciones, de uso corriente en el management , es la exhortación a pensar fuera de la caja. Solo produce sus plenos pertenencias en su interpretación inglesa: think outside the box. Tratemos de aplicarla al disección de nuestra situación.
La caja, nuestro entorno financiero inmediato, no tiene buen aspecto. Una recesión mundial no es inconcebible. La inflación, debida en parte a los descosidos de la globalización y en parte al enorme aumento de la solvencia mundial, sabemos que obligará, tarde o temprano, a los bancos centrales a subir los tipos de interés, con las consecuencias de todos temidas. Mientras tanto, las tensiones salariales producidas por la inflación pueden retroalimentarla, creando una de esas espirales que terminan en un batacazo, y derivando en una medio de descontento social. Por si fuera poco, la pleito entre EE.UU. y Rusia que se libra en el campo de batalla de Ucrania no hace más que empeorar las cosas para Europa.
Y eso es solo la espuma de los días. Bajo la superficie, Europa se ha poliedro cuenta de que es una tierra muy frágil, con una peculio basada, como todas las avanzadas, en la disponibilidad de una energía que no posee, y cuyo uso queda hoy drásticamente prohibido por la amenaza del cambio climático. Nuestro sistema industrial, construido a lo prolongado de dos siglos, habrá de adaptarse a un mundo de desvaloración energía, y con él cambiará nuestra forma de vida. Nos enfrentamos a una emplazamiento transición energética cuya severidad preferimos no analizar, por no darnos de bruces con el que será el gran problema de las próximas décadas: cómo digerir unos grandes ajustes que el suelto mercado repartirá de forma muy desigual.
Fuera de la caja, las cosas tienen otro aspecto. Las largas cadenas de suministros se han revelado vulnerables; encima, el transporte será más caro por el aumento de los precios de la energía. Eso nos animará a acogerse a proveedores más próximos para productos de primera menester. Descubriremos entonces uno de nuestros grandes activos, la España vaciada: una tierra de la que otros países europeos no disponen y que se volverá un hacedor escaso. Eso sí, habrá que cuidarla evitando que sirva solo para engordar yeguada de otros, y habrá que repartir mejor el valía de los frutos de la tierra. Por otra parte, nuestra situación energética no es mala: nuestra peculio no es muy intensiva en energía (el turismo gasta menos que la industria), y nuestros proveedores no son muy conflictivos (si no les buscamos las cosquillas). Más allá del velo del espectáculo parlamentario, nuestra política económica, si no es brillante, siquiera es catastrófica: una reducción temporal de impuestos no parece una mala idea, un pacto de rentas, indispensable a mi entendimiento, parece hoy estar a nuestro talento. No es que haya que hacer cosas muy distintas: mucho adelantaríamos con hacer admisiblemente las de siempre.
La dadivosidad es lo único que puede excluir a nuestro mundo de un mal final
La dadivosidad es lo único que puede excluir a nuestro mundo de un mal final. Felizmente, nuestro país es rico: nuestra aspecto frente a los refugiados lo demuestra. “Pródigos de sus vidas”, decía Quevedo de los españoles, con razón. Esa dadivosidad hará más llevaderas renuncias que serán difíciles. En síntesis, querido disertador: cuando lo vea todo frito, trate, usted igualmente, de pensar fuera de la caja.
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