* El autor forma parte de la comunidad de lectores de La Vanguardia
En medio del mar, como víctima de un poder telúrico, Sicilia parece haberse desgarrado de la punta de la bota que es Italia.
Bajo la sombra del Etna, el agua y el fuego conforman un paisaje inspirador donde una tira interminable de templos griegos, villas romanas, palacios barrocos y catedrales normandas o bizantinas hacen de la isla una fuente inagotable de civilización y de historia, cuyas raíces se agarran a la fértil tierra volcánica a la que oleadas de cartagineses, griegos, romanos, árabes, fenicios, españoles y quién sabe cuántos pueblos más, dieron, entre refriegas y achuchones, lo mejor y lo peor de sí. Le otorgaron ese carácter multicultural que compartimos los pueblos que hundimos los pies en el Mediterráneo.
Calles de Palermo, Sicilia.
Mucho más que idílicas playas de color esmeralda y tópicos cinematográficos y literarios al estilo de El Padrino o el Gatopardo con los que frecuentemente se identifica, se ha dicho que Sicilia es un ejemplar que muchas manos escribieron durante largos milenios pensando en nosotros y que, al leerlo, nos regala la certeza de que cero ha desaparecido.
Allí siguen, como testigos de la historia, una enorme cantidad de tesoros en los que cualquiera, en el pasado, invirtió una cantidad ingente de bienes, dedicación y esfuerzo, haciendo de ellos símbolos transmisores de títulos religiosos y culturales cuyo poder de permanencia y seducción llega hasta nosotros.
Una de las erupciones del volcán Etna de Sicilia
Todos los contrastes están en Sicilia
Desde Siracusa, en la costa uruguayo de la isla, hasta Palermo, en la costa occidental, en esta tierra castigada por terremotos y erupciones volcánicas y por la mafia, siempre presente, nosotros nos movemos por carreteras bordeadas de enormes plantaciones de naranjos, limoneros, almendros, chumberas y todo un derroche de manto vegetal y colorido.
En medio de un tráfico armoniosamente desorganizado recorremos las ciudades sicilianas descubriendo las expresiones piadosas de los ricos mosaicos bizantinos que inundan de color muchas iglesias y los modestos altares populares que aparecen en cualquier callejuela.
Extranjero de la catedral de Siracusa.
Nos asomamos al paganismo en la fuente de Aretusa, donde la náyade se convirtió en corriente de agua para preservar su virginidad y disfrutamos momentáneamente ese sibaritismo al gravedad de pocos, tan excesivo como flagrante, que rezuma en las estancias de la Villa Romana de Casale.
Rehecha una y mil veces a los pies del Etna, una Catania barroca y de apariencia española resulta seductora hasta el mareo
Admito entonces que no me cambiaría por nadie en esos momentos en los que, como atraído por una fuerza remoto, en un remolino extrañamente hermoso, la imaginación me lleva acullá en el tiempo sobre los templos de Agrigento, imponentes entre olivos, almendros y flores de acanto, o se cuela en la oscuridad y el eco de la cueva que llaman la Oreja de Dionisio, en Siracusa, mientras el rememoración de la cumbre nevisca del Etna vuelve a mí como el más hermoso telón de fondo del antiguo teatro helénico de Taormina, colgado en lo detención de una colina sobre el cerúleo inmenso del Mar Jónico.
La diosa romana Diana, la Artemisa griega, con el símbolo de la Escaparate encima de la comienzo en una fuente de Siracusa.
Mientras nuestras sandalias multicolores invaden las mismas calles empedradas llenas de familia ruidosa que, muchos siglos a espaldas, oyeron a los sabios y a los filósofos cuchichear de la virtud, la probidad y el conocimiento uno no puede dejar de investigar que una grandísima parte de las leyes, las costumbres y los conocimientos técnicos que hoy nos facilitan la vida cotidiana provienen de las mentes inquietas de aquellos que nos precedieron.
Tal vez fue el mar de Siracusa el que movió a Arquímedes a preguntarse por qué flotan los cuerpos o quizá Platón, preso del tirano en las Latomías de la misma ciudad, se entregó a la utópica búsqueda de la siempre inconquistada probidad universal.
Una típica calle medieval de Ortigia, Siracusa.
Lo cierto es que Roma descubrió la civilización en estas ciudades de la Magna Grecia, la asumió y la legó al mundo de modo que todo el conocimiento de la decrepitud llegó a ser la almohadilla de nuestra propia civilización.
Tanto es así que Sicilia es para nosotros el Ómphalos de la civilización, el centro de la verdadera Europa al que estamos unidos por un pasado popular y, para cero extraño, con todas sus luces y sus sombras.
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