La empleada de facturación me ofrece una ganga de última hora para suceder a business. No me resisto, a posteriori de un revoloteo de ida como sardinas en envase. Perdona, soy poco inexperta –digo, dispuesta a exprimir al mayor mi nuevo status, y finiquitar el compra–, ¿qué ventajas voy a tener exactamente? La mujer suelta unas palabras en inglés –galimatías vip– que me cuesta un rato descifrar. Se refiere a un pasillo singular para lograr al control de seguridad sin colas, y a la sala de retraso que corresponde a la nueva clase social que acabo de comprarme. Esto es otra cosa –me dice la empleada divertida–, ya verás, es verdaderamente otro mundo.
Ya en el pasillo exclusivo anticolas, me noto el cuerpo desigual. Voy más erguida, firme, con la ojeada más adhesión –más acullá del simio, por así sostener–. Pero me corroe el síndrome de la impostora. No estoy segura de soportar el pelo adecuado, y menos aún el bolsa, que en ingenuidad es una mochila. Al conservarse a mi sala vip, decidida a consumir a espuertas, como una especie de venganza, descubro que la cosa no es tan realizable. Los ricos verdaderos tienen sus códigos, normas secretas que solo conocen ellos. No sé, por ejemplo, si se da por hecho que ya soy de los suyos o tengo que mostrar la plástico de engaño a la sonrisa uniformada que me recibe. En esta categoría todo el mundo te sonríe. Pero yo enseño hasta el DNI.
Esto es otra cosa –me dice la empleada divertida–, ya verás, es verdaderamente otro mundo
Hay varios ricos verdaderos sentados en sofás, tomando cosas, con una laxitud en las piernas extraordinaria. Me desplazo ocultando la mochila entre las mías. No sé cuál es el sistema para conseguir las consumiciones, si vendrá un camarero o tengo que hacer algún tipo de chasquido. Me asalta el temor de que haya que pagarlas, y el plan de amortización naufrague. Preguntar si un sándwich es de gorra me desenmascararía de inmediato, así que me conformo con acometer la fuente de galletitas que está yuxtapuesto a la máquina de bebidas. Quizás pueda hacer compra sirviéndome un té. Toqueteo con disimulo una pequeña pantalla, creo que táctil, en examen de la función de agua caliente que no avenencia, por suerte, ya que siquiera veo dónde poner la taza y podría caerme un chorro en los zapatos. Y haría el engaño prioritario mojada.
En el avión las azafatas me sonríen sin detener. He comprado su cariño. Los privilegiados de los asientos amplios, separados del pueblo enlatado, podemos escoger entre lasaña de verduras o carrillera al oporto. Amos de este mundo, los ricos verdaderos deciden con soltura una cosa u otra. Yo todavía no sé qué hacer.
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