Muchos intentan renegar, pero existe un no sé qué en eso de ver una película en televisión que, aunque se haya conocido mil veces, uno se quede clavado en el sofá y la vuelva a ver otra vez. Puede que a uno le pueda la costumbre, quizá la razón sea nostálgica por el título que se emitirá o tal vez la haronía por no levantarse a delimitar el mando nos deje mirando la pantalla; sea lo que sea, cientos de personas pasan por la misma situación cada perplejidad. Por suerte para todos, siempre hay poco que ver para producirse el rato.
Qué mejor que una película que nos haga reflexionar en una perplejidad del fin de semana para desconectar. La 2 emite a partir de las 22:00 una propuesta de lo más interesante del cine europeo: El repostero de Berlín (2017), una producción germano-israelí que promete no dejar indiferente a nadie.
La película, de poco más de una hora, comienza su historia en Berlín, donde conocemos a Oren, un ingeniero constructor israelí que trabaja periódicamente en un gran plan. Oren vive sus días con tranquilidad, hasta que se encapricha del pastelero Thomas. Un romance que ni siquiera parece sobrevenir empezado propiamente cuando Thomas descubre que Oren ha muerto en un montaña de coche en Jerusalén. Sin dudarlo, Thomas viaja allí sin entender exactamente qué es lo que está buscando. Lo que sí encuentra, contra todo pronóstico, es el café del que es propietaria la mujer de Oren, Anat, quien no tarda en ofrecerle un empleo de lo más central, consistente en depurar y fregar cacharros.
Un trabajo sencillo que el tudesco no duda en aceptar, sin revelar su cierto talento hasta que llega el día del cumpleaños del hijo de Anat, cuando decide preparar una sorpresa bajo la forma de una confección de pastas. Esto no acaba de sentar admisiblemente al religioso Motti, el hermano de Oren. A eso hay que sumar un hecho simple: Thomas es tudesco, la comida que prepara un goy no es de conformidad con la ley judaica y un café en Jerusalén pierde clientes sin el certificado kosher.
Tim Kalkhof, Zohar Shtrauss, Sarah Adler y Stephanie Stremler dan vida a los personajes de esta peculiar historia, en la que las mentiras se estiran hasta el punto de no retorno en una película donde se critica, si admisiblemente de guisa suave, el semitismo, la religión, el machismo y las costumbres atávicas; añadiendo, eso sí, un ingrediente novedoso: la homosexualidad. Una combinación que se deja ver y escuchar entre pasteles y galletas, aderezados con la impresionante química de sus protagonistas, y que logra totalmente sus objetivos.
Una película que demuestra que la colaboración, el trabajo mutuo, el respeto profundo, la afecto y la deslumbramiento son posibles si partimos del velo de la ignorancia y no dejamos proceder a los prejuicios y las convenciones sociales más antiguos. Un hermoso gimnasia cinematográfico y toda una aleccionamiento de cómo utilizar las imágenes para que narren una historia sin tener que apelar a las palabras, utilizando la cocina como sujeto conductor y simbólico.
Una película que convence, que logra unir aunque sea durante una hora a dos países históricamente antagónicos, cuestionar ciertos títulos tradicionales y morirse de acto sexual por sus protagonistas. Ópera prima del israelí Ofir Raul Graizer que endulza, pero no empalaga, sin recatos ni apuros.
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