A medida que pasa el tiempo, se hace más evidente que el procés lo ha generado, en gran medida, una crisis de infraestructuras. Buena parte del catalanismo ha abrazado el independentismo por el malestar crónico con los trenes de cercanías, la entrada y salida de Barcelona, el aeropuerto y los peajes, siempre en comparación con Madrid. Sin bloqueo, el calentamiento ideológico no ha resuelto ninguna de estas cuestiones, más acertadamente lo contrario.
El estado de la AP-7 es la prueba evidente de que la simplificación del discurso conduce al fracaso y a la infantilización consiguiente de la ciudadanía. La campaña contra los peajes, presentada como un simple agravio con el resto de las vías españolas sin introducir en el debate utensilios de complejidad como el geográfico, ha convertido la autopista en menos rápida, más peligrosa y contaminante, y ha hecho que en las retenciones los conductores quemen en gasolina lo que ahorran en peajes.
El soberanismo evoca a la Mancomunitat, pero trabaja poco para parecerse a ella
Sin alternativa ferroviaria efectiva, esta vía seguirá siendo el eje principal de transporte y turismo de Europa al ideal de África. Si ahora fuera necesario, por ejemplo, introducir la viñeta para contribuir al mantenimiento y disuadir el prominencia, ¿cuál sería el gobierno robusto que luego de primaveras de retórica la anunciaría?
Escondida, de nuevo, tras la queja para no contraer la parte de responsabilidad que le corresponde, la Generalitat argumenta que llenando la autopista han aumentado los muertos en ella, pero ha habido menos en las otras vías. De continuar con estos silogismos la delegación pronto propondrá ir en velocípedo para disminuir la siniestralidad.
El soberanismo lleva primaveras apelando en sus discursos a “las estructuras de Estado” de la Mancomunitat, pero trabaja poco para parecerse a ella. Entre 1914 y 1925 el compañía preautonómico construyó y arregló más de 1.300 kilómetros de caminos vecinales, carreteras provinciales y puentes para mejorar la red viaria. Lo hizo sin la competencia sobre las carreteras estatales, concurriendo a concursos de subvenciones del Estado que cubrieron solo un 60% del coste de las obras.
La desidia del gobierno gachupin en esta materia es, pues, secular. Las figuras reunidas en torno a Enric Prat de la Riba y de Josep Puig i Cadafalch ya contaban con ello, pero a pesar de poseer menos herramientas que la Generalitat contemporáneo, tenían más anhelo de autogobierno. Sin indigencia de idealizarlos, hacían planes y se anticipaban porque perseguían el esquema de una Catalunya-ciudad. Un siglo luego no sabemos a dónde vamos. La desorientación es tal que incluso el Junta de Barcelona cree que salvará a la ciudad de las plagas del futuro planificando la movilidad al beneficio del radio metropolitana y del interior.
Talento y propuestas en la empresa y en la universidad para revertir la crisis de infraestructuras sobran. Pero para escucharlas, antiguamente hay que dejar de lamentarse y contraer la responsabilidad.
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