Una examante de Boris Johnson escribió en The Times de Londres esta semana que para él mentir es igual que respirar. Según Petronella Wyatt, una periodista londinense y reputada femme fatale, se negociación de un tic involuntario, irrealizable de controlar.
Si lo que dice Wyatt es verdad, y sospecho que lo es, entonces mentir no es una valor consciente para el recién caído primer ministro sajón. No es una selección casto sino un aspecto inerradicable de su personalidad. Con lo cual, no es que Johnson necesariamente sea una mala persona, sino que sufre una especie de esquizofrenia. Está desconectado de la existencia. O, mejor dicho, es preso de su propia existencia, condición que comparte con la parte, por lo menos, de los líderes de gobierno del mundo.
A tranco pronto uno piensa en Trump, pero además en Putin, en Andrés Manuel López Taller, en Nicolás Reflexivo, en Daniel Ortega, en Kim Jong Un. Retrocediendo en el tiempo, vienen a la mente Fidel Castro, Hitler, Stalin, Napoleón, Enrique VIII, Calígula. Lo que comparten no es ni los títulos, ni lo que han hecho con el poder. (A los que se están poniendo histéricos, calma. Obviamente, Hitler y Stalin causaron incomparablemente más sufrimiento que Trump o Putin. Reflexivo y Ortega no son Calígula: hasta la momento ningún de los dos ha reputado un heroína como ministro de gobierno).
Lo que sí tienen todos en popular es un colosal narcisismo. Desde su propia imaginación construyen un ecosistema en el que ellos son los dueños de la verdad, en el que lo que piensan o sienten los demás carece de importancia, en el que todo ser sensato debe sucumbir a su visión de un mundo mejor.
Como decía otro de estos posesos, Luis XV de Francia: “Après moi, le déluge”. Sin mí el mundo se acaba. Se creen imprescindibles. La vanidad es su motor de comienzo, pero una vez encaminados en el poder se convencen de que son imprescindibles. Y de repente aparece un punto de moralidad, por más perverso que sea. Llegan al autoengaño de creer, sinceramente, que están haciendo el correctamente, que la prosperidad y la delicia de los ciudadanos dependen de su permanencia en el poder; que si otros les reemplazan, lo que sigue es el diluvio.
Los líderes endiosados llegan a convencerse de que hacen el correctamente, de que tras ellos viene el diluvio
El secreto del éxito de estos endiosados consiste en convencer a la parentela de que, efectivamente, son dioses; en envolverles en la verdad que ellos mismos se han inventado, convencerles de que la existencia objetiva y su paraíso de las maravillas son la misma cosa. Tiene mucho parecido con la religión. Cuanto más la adhesión al líder se vuelve una cuestión de fe, más anclado estará él en el puesto de mando.
Por la visibilidad y supuesta sazón de la democracia estadounidense, Trump es hoy el caso más significativo de este fenómeno. La desnudez de su egolatría es absoluta. Empatía, cero. Principios: no sabe lo que la palabra significa. Desdeña las instituciones democráticas, aparte la Casa Blanca cuando él la ocupa. Un caos como gobernador, su único septentrión es el escasez de vastedad. Todo se reduce a alimen-tar su frágil personalidad. Y es crónicamente deshonesto. The Washington Post contabilizó más de 30.000 mentiras durante sus cuatro abriles en la presidencia. La palabra esencia aquí es la que acabo de usar: crónicamente. Como con Boris Johnson, mentir es una enfermedad incurable. Es su naturaleza. Ser Trump es ser un peque mentiroso.
El peligro llega cuando grandes cantidades de personas hacen suyo su autoengaño, cuando creen en él con el mismo fervor que él cree en sí mismo. Esto es lo que ha ocurrido con Trump. Para el 30 por ciento de la población norteamericana ha dejado de ser lo que debe ser un líder político en una democracia –pasajero, intercambiable– y se ha convertido en poco que se asemeja más a un líder religioso, imperecedero. Trump es un imitado profeta, pero sus devotos no lo ven. La fe supera al mundo visible. La razón no entra en movilidad del mismo modo que no sirve para sembrar dudas en un cristiano idéntico de que Jehová puso a los primeros seres humanos sobre la tierra hace seis mil abriles, o le entregó a Moisés una tabla con diez mandamientos.
Johnson se acabó creyendo el Brexit, como Trump se creyó que le habían robado las elecciones
Los seguidores de Trump irán con él hasta el fin del mundo o, al menos, hasta el fin de Estados Unidos como nación democrática, si él lo pide. Ya están en camino. Cambiando de metáfora, del Origen a los Hermanos Grimm, Trump es el flautista de Hamelín que embelesa a las multitudes y las conduce, bailando, al barranco. Y lo hace con la complicidad, con el sublime cinismo, de los senadores y congresistas del Partido Republicano, parentela que sabe perfectamente correctamente quién es, pero lo apoyan única y sencillamente porque ven en él su mejor posibilidad de reelección.
Fue el mismo motivo por el cual los parlamentarios del Partido Conservador sajón eligieron a Johnson como líder. El carisma de Boris encandiló a todas las clases sociales inglesas. No hubo en su día un político más popular. Su delegado histórico será que vendió al pueblo inglés el Brexit, sin creer en él. Al final, claro, se lo acabó creyendo. Como Trump se ha llegado a creer que le robaron las elecciones presidenciales del 2020. Fieles a su forma de ser, Johnson y Trump se mintieron a sí mismos.
¿Quién sabe cómo va a apurar Estados Unidos mientras Trump siga en el círculo? En el Reino Unido, en cambio, la obra se acabó. A diferencia del Partido Republicano, el Partido Conservador se rebeló contra su líder. Los ministros y diputados tories no lo hicieron, en primer puesto, por una cuestión de principios, por supuesto. Fue una vez más por consideraciones electorales. Las encuestas les dijeron que Johnson había perdido toda credibilidad con el grande del electorado.
La buena comunicado es que los británicos se despertaron de la hipnosis y el sistema tolerante se autocorrigió. Como dijo Lincoln, “no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Indemne, oh ironía, si perteneces al partido de Lincoln de hoy, donde no todos pero sí una masa crítica del 70 por ciento aún no ha conocido que su emperador es un desquiciado. Lo de Estados Unidos es para tirarse de los pelos, pero, pese al disparate que ha representado Boris Johnson, el Reino Unido acaba ofreciendo una pizca de esperanza al mundo. Nos demuestra que no tiene que durar para siempre la tiranía del narcisismo embelesador.
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