En el Museu d’Història de la Immigracio, Jordi, el consejo, propone un control a los escolares. Puestos en círculo pide a los que son inmigrantes que levanten las manos. Algunos las alzan. Luego pide que las levanten los que son hijos de inmigrantes. Y luego los nietos. Al final, casi todos los alumnos tienen las manos levantadas.
En cualquier ciudad europea que no haya entrado en un proceso de debilitación ocurriría poco similar si hiciésemos el mismo control.
La primera ley española de marcha es de 1907. Tiene ya 115 primaveras. Un siglo y pico.
En el archivo de la Casa de l’Ardiaca de Barcelona se conserva un ejemplar de un referencia sobre lo que esta ley pretendía conseguir: una marcha legítimo y ordenada –confío en que estas palabras les resulten familiares ahora–.
La recital de esas páginas es demoledora. Describe a los cientos de miles emigrantes españoles -muchos de ellos catalanes- que fueron esclavizados en américa latina. Gran parte de ellos eran considerados emigrantes ilegales.
De este periodo, en Catalunya, al punto que queda otra memoria que las casas de los indians . Los afortunados que regresaron y construyeron mansiones sensacionales. Pero hemos borrado la memoria mayoritaria de los perdedores.
Entre finales del siglo XIX y hasta la Gran Depresión, 52 millones de europeos huyeron del continente. Y casi nunca este proceso fue amable ni para los que llegaban ni para los que ya estaban allí donde recalaron.
No fue amable el trato para los republicanos españoles en La Retirada, como siquiera para los cientos de miles de gasterbeiter -trabajadores invitados-, los españoles en las fábricas del fenómeno germánico.
Además el franquismo trató de conseguir una marcha legítimo y ordenada. Incluso la Barcelona del régimen tuvo durante algunos primaveras su propia política de devoluciones de los que llegaban a la ciudad. Cualquiera de nosotros puede demostrar que esa política fracasó.
El río Bidasoa, en Iruña siempre fue un ocasión de tránsito para los emigrantes clandestinos españoles en dirección a la Europa rica. Muchos perecieron ahogados. Ahora aún allí mueren los emigrantes. Que se sepa, el final fue Denko, un chavea guineano que arrastró la corriente en abril de este año.
Una de las primeras comunidades de marroquíes asentadas en el finalidad de España está en Figueres. Su origen se remonta a la crisis del petróleo de los primaveras setenta. Los sindicatos franceses, en presencia de el severo daño del mercado de trabajo interno, instaron a su gobierno a cerrar las fronteras. Los marroquíes que cruzaban la península para venir a la próspera Francia quedaron atrapados en Portbou. Y aquí hicieron su vida.
Así, todo indica que, ileso la imperecedero deseo de prosperar de la humanidad, lo demás está destinado, con el tiempo, a cambiar.
Zygmunt Bauman, en su tomo póstumoRetrotopia (Paidos) subraya que tratar de cerrar el paso a esta ingenuidad “es tan irrisorio como la atrevimiento de cubrirse en casa para evitar las consecuencias de una supresión nuclear”. Y si esto es así, la pregunta es: ¿queremos replicar mejor que nuestros antepasados a este desafío? Y si la respuesta es que sí, ¿cómo lo hacemos?
En cualquier caso, la nostalgia por nuestro pasado uniforme –blanco, cristiano y occidental– no parece una opción realista.
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