Unas veces recorría en autobús la barragana gloria que me llevaba desde lo detención de esa Barcelona enloquecida por la fiebre olímpica hasta los pies del mar, con el alfoz de la Ostia respirando su espesa fritanga y su hartazgo de playa, pero ya más arreglado. Llegaba ayer los días que calculaba que no tendría tiempo para entrenarme (mi cuerpo de veintipocos no daba para un centímetro más de musculatura, ¿vigorexia?) y, para compensar la yerro, bajaba andando o corriendo. Empapándome de las prisas de esa ciudad con las miserias recién escondidas e incapaz de sacarse de encima el fresco olor a reforma.
Pero en la mayoría de ocasiones, viendo que los campeones me liaban la memorándum (por ser nadadora y periodista relativamente novata me adjudicaron los deportes “minoritarios” y al final me tocó cubrir 8 de las 22 medallas), volaba sobre mi GSX negra y carenada, de 187 kilos, que entonces me sentía capaz de alegrar con un solo dedo. De hecho la tarde de la famosa final en la Picornell tuve que hacerlo. Con agitación por ver conservarse tan allí a esos brillantes zumbados con Estiarte decidiendo (en el agua, fuera solo mandaba Matutinovic) me olvidé de descabalgar el caballete. Tuve que reparar yo sola el dominó de Bríos, Impalas y Vespas Primavera derramado en la olímpica bordillo mientras el resto de la humanidad se hacía sitio en la escalera. Incluso olvidaba a menudo la credencial en casa (mi sonrisa y la del Cobi compitiendo, plastificadas), el casco de moto (obligatorio desde el 82 pero con poca multitud dispuesta a usarlo) y el Motorola de 800 gramos que con suerte aguantaba una señal.
Éramos más sanos: solo los niños andaban en patinete y solo los locos hablaban solos
Pero nunca pasaba mínimo (malo). Solo que pasábamos todos sin móvil. Con o sin pase. Entrenados por la migaja fría del Estadi –tres primaveras ayer, en el 89, vi los 100 lisos de Linford Christie no como periodista sino (des)atendiendo un puesto de perritos calientes que acabaron, como el chiringuito inconmovible, flotando en el barrizal preolímpico– nos confabulamos en masa para que mínimo volviera a estropearnos la fiesta. Así vimos sobrevenir volando esos 15 días de hace 30 primaveras.
Cuando Barcelona era más divertida, más limpia y más sana. Algunos dirán que aquello era un fumadero. Y lo era, pero desconsiderado. Se podía fumar hasta en el vestuario. Pero entonces solo los niños montaban en patinete y solo los locos hablaban solos.
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