El mar nuestro

Llega el Mediterráneo a la orilla, flemático y sosegado. Renovado, renovándose. Agonizando en la arena, dibujándola con perfiles de sal, una infografía de espuma siempre nueva. Irrepetible. Días y meses pasados, casi una época, esperando el verano como signo de serenidad, la joie de vivre de los humildes. Los mismos rituales antiguos contra el calor. La población asalta el ribera en exploración del refresco de un mar en peligro. Este mar ha mudado de piel, tan caliente y plastificado que parece anunciar un nuevo mundo. El planeta nos manda señales interpretables. Ahí está la crisis climática, el claro argumento contra los negacionistas –cuidado con ellos y su manifiesto idiotez interesada–. Condiciones climatológicas extremas: olas de calor, el asfalto ardiendo; la geodesía incendiada, los bosques fosilizados, la ya posible desaparición o reorganización de las estaciones… Y, agazapados, los evangelistas de la inacción.

La población asalta el ribera en exploración del refresco de un mar en peligro

Este Mediterráneo es un mar al baño María. Un caldoso parecido textual con el nítido amniótico, que ya no recuerda aquel de los escalofríos de los primeros chapuzones. Y la recomendación, siempre materno, de las dos horas y media para la digestión. Un molestia pueril. Y aquello de previamente mojarse muñecas y pulsos. ¡Fin del protocolo! Salpicaduras, patadas al mar, gritos, pelotas y neumáticos de camión… y los niños, dueños de la arena y la orilla. El jolgorio histérico en presencia de la aparición de las olas. 

Las mismas escenas del ribera levantino que pintó Sorolla –al que, por cierto, nadie quiere revindicar–. La púdica relación entre el cuerpo, la piel y las olas, entonces sí: frescas y balsámicas. Sal-agua-y la misma arena de los relojes. Y una, no siempre prevenida, insolación. La posibilidad, gracias a la rito del baño, de examinar alguna extensión más de la cuerpo de la novia. O aunque no fuera novia, ni novio. El mar alberga un intriga que todos sentimos y ningún filósofo explica.

Asusta lo raro que es el residir por, en gran parte, causa de la secular arrogancia del hombre con la naturaleza. Y su difícil relación. Pero… queremos seguir vivos. Y siquiera es una mala atrevimiento. Sin incautación, estamos en urgencias ambientales, y si no reaccionamos, la vida se convertirá en una noción.

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