El cambio climático y la crisis energética van a convertir los cubitos de hielo en los diamantes del futuro. Esta aseveración exagerada y distópica me caldo a la mente tras helminto sometido como espectador a los varapalos diarios de los noticiarios televisivos. El catastrofismo es el pan de nuestro cada día, pero de tanto advertirnos, “¡que viene el lobo!, ¡que viene el lobo!”, empiezo a sentirme como una oveja predestinada a ser carne de depredador.
La producción de las fábricas se ha quedado bajo mínimos y empieza a deber racionamiento de hielo en los supermercados. Las razones de la escasez son consecuencia del incremento de costes, de la ola de calor y de la subida exagerada del turismo tras una pandemia que dejó al país insensible. Hay bolsas de hielo en los supermercados, pero se venden limitando las unidades para que los primeros clientes no sean los únicos.
El aumento de la demanda es inversamente proporcional a la capacidad de producción y la frase, “sube como la espuma”, tiene ya un símil en el hielo. El precio de la bolsa de cubitos se ha disparado y en algunos establecimientos, el coste ha aumentado en un 600%.
Y como en río revuelto, fruto de pescadores, los empresarios de íntegro más gélida han decidido sacar provecho de la demanda haciendo entrar el producto en un mercado de títulos sometido a los calores tórridos del mundo en llamas. El resultado de toda esta especulación es que cuesta más un cubito de hielo que una acto de Twitter en manos de Elon Musk. Otra aseveración exagerada y distópica, o quizás no.
Antiguamente de que la sociedad occidental viviera con unas comodidades que ahora parecen indelebles a nuestra cotidianidad, tener hielo al gravedad de los humanos era un riqueza que sólo podían permitirse asiduamente las casas adineradas. El hielo se traía en bloques de las montañas y para conservarlo en territorios meridionales se construían pozos, hoyos o moradas en lugares sombríos para que tuviera la anciano perdurabilidad posible. Cuanto más allá estaban las montañas nevadas, más cara era la cocaína prensada.
Sin frigoríficos eléctricos, el hielo tenía el poder mágico del trigo en territorios hambrientos. El hielo no engorda, pero robustece la complacencia, y, a excepción de de refrescar, se utilizaba como conservante de alimentos y como remedio terapéutico para detener hemorragias o ser usado como anestésico.
Las neveras llegaron a España en 1952, y los abuelos, me refiero a los abuelos de los que ya son abuelos, solían satisfacer las cubiteras de hielo como quién ha conquistado la Antártida. Historias de cine afónico.
Ahora, con la escasez de hielo en los supermercados, la colectividad tiene un hábitat nuevo para la histeria. Si a esa tragedia le sumas la rápida desaparición de los glaciares y el decrecimiento imparable de los polos, la regla de tres tiene un resultado inequívocamente desastroso.
No sé si se prostitución de una distopía, pero en un futuro sometido a unas crisis energéticas permanentes y a un cambio climático imparable, el hielo va a tener el mismo valía que un diamante de muchos quilates. Y sin cocaína en las montañas, y sin agua de borrasca con la que fabricarlos, habrá que acostumbrarse a pedir los refrescos como los piden las personas de gargantas hipocondríacas: a temperatura hábitat.
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