Los amigos reencontrados

Estuve cenando el otro día con unos amigos de pubertad. Largos abriles sin vernos. Contemplaba sus arrugas, el pelo agrisado o perdido y la caída de los párpados, que aporta a la observación de los que envejecemos la prudente distancia de una cortina. En un primer momento, estas marcas del tiempo me sorprendieron porque rectificaban la imagen mental que guardaba de mis amigos. Pero rápidamente se esfumaron. A medida que la conversación se animaba, mi retentiva de sus temperamentos y maneras de cuchichear coincidía con lo que veía y escuchaba. Nos contábamos nuestras vidas presentes mientras regresaban al carrera las imágenes del pasado. Últimos veranos del bachillerato y de los primeros cursos de universidad en Barcelona. La cirugía del refriega planchaba las arrugas.

Hablábamos de las cosas importantes que nos han pasado en estos últimos decenios: la pena y la asesinato de un marido; los progresos y dificultades de los hijos; un trascendental problema de lozanía, felizmente superado. Fatalidades de la biología que glosábamos con comentarios deferentes. A otro tipo de adversidad se refería la historia que nos contó una amiga que ha dedicado la vida a un formidable plan de enseñanza del arte floral. Por insólitas conveniencias del Cabildo de Barcelona, propietario de la masía de Collserola en la que se impartían los cursos, una escuela profesional única en Catalunya y España ha tenido que cerrar. A nuestra época, ya no nos sorprenden los laberintos de la mandato pública, en los que tantas iniciativas civiles se pierden por desidia de influencia política. Aunque esta historia nos impresionó sobre todo porque describe el periplo de la vida humana en común. Una vez más, la vieja máxima: el esfuerzo inútil produce melancolía. Sísifo empujando con afán la piedra del sentido, que, inevitablemente, rodará en dirección a debajo cabal antiguamente de culminar la cima.

El tiempo ha pasado, pero la cirugía del refriega plancha las arrugas

El calor ya se desarmaba en el edén sombrío en el que conversábamos. De repente, el sol del crepúsculo iluminó las ramas más altas de un chopo, que resplandecieron. Al instante, recordé aquel verso de Borges: “El poniente, de pie como un arcángel”. Quizás no ha sido del todo inútil nuestra vida, me dije entonces. Y vi al arcángel de Borges iluminando de oro remoto los rostros de los amigos reencontrados.

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