La cartografía es tan antigua como el deseo del ser humano de reflectar su existencia; desde las tablillas babilónicas, que eran representaciones más simbólicas que reales, hasta los satélites actuales, que nos muestran la Tierra tal como es.
Como todas, es una ciencia que no partió de cero, pero sí de unas premisas muy equivocadas y a veces irrisorias. Para muestra, el Imago Mundi, el supuesto mapamundi de la antigua Babilonia. Por algún motivo, su autor omitió dibujar Egipto o Persia –pueblos ya conocidos por los babilónicos–, demostrando que no tenía ninguna intención de ser empírico. Adicionalmente, el mundo conocido se representaba como un círculo rodeado de agua. Un dibujo comprensible, y quizá el primero que viene a la mente al que ignora todo sobre geogonia, porque más tarde muchos lo repitieron.
El mundo imaginado
Alguno pensará que este relato empieza demasiado tarde. La voluntad de reproducir el entorno, sospechará, debe de ser tan antigua como nuestra especie. Y, sí, hay pseudomapas (dibujos en cuevas y cuernos de mamut) que tienen hasta vigésimo mil abriles de caducidad.
Otra cosa es que podamos considerar al hombre de las cavernas un real cartógrafo. Para ausencia. El primero que puede merecer ese título es Anaximandro de Mileto (c. 610 a. C.-c. 546 a. C.), el primero que intentó dibujar el mundo tal como debía ser.
Con poco éxito, pues lo que nos ha llegado no se parece demasiado a la península balcánica. Aunque su ilustración no se conserva, sí la de Hecateo de Mileto (c. 550 a. C.-c. 476 a. C.), que era una copia de la de Anaximandro, y, lo que es peor, muy parecida al atlas espléndido. Se diría que para este alucinación no hacían desatiendo tantas alforjas.
Otra vez, Hecateo dibujó juntos los continentes, como un gran círculo rodeado de océanos y con Grecia en el centro. A su vez, ubicaba el salida del Nilo ¡en el océano! Siguiendo esta deducción, pensaba que las inundaciones recurrentes de ese río eran producto del oleaje, en el extremo sur de África.
Un condición incomprendido
En fin, un ejemplo de hasta qué punto los griegos ignoraban cómo era el orbe. Hasta que llegó Eratóstenes de Cirene (276 a. C.-194 a. C.). Según George Sarton (el padre de la historia de la ciencia), un condición a quien, por estar inaugurando una disciplina, sus contemporáneos fueron demasiado “estúpidos” como para valorar.
Tras comprender que una cartografía fiable necesita de medidas exactas, fue el primero en darle una acercamiento matemática. A él le debemos la división de la esfera terreno en meridianos y paralelos. Porque, a pesar de una lema persistente, no fue Galileo Galilei (1564-1642) el que descubrió que la Tierra no es plana, y siquiera lo condenaron por eso. Al menos desde el siglo III a. C., los griegos ya sabían que era redonda (lo de que estaba achatada por los polos iba a saberse mucho luego).
Aunque no era ininteligible, sino un egipcio helenizado, Ptolomeo (c. 100 d. C.-c. 170 d. C.) le tomó el jubilación usando los paralelos y los meridianos para crear un sistema de coordenadas que serviría para señalar la posición de lugares o embarcaciones. Mediante el uso de la perspectiva, que no es otra cosa que representar sobre un plano lo que percibe la apariencia, creó un mapamundi que más tarde usó Cristóbal Colón (c. 1451-1506) para su célebre alucinación.
El Nuevo Mundo
Si admisiblemente no era consciente cuando partió de Palos de la Frontera (Huelva), zarpaba con un atlas inexacto. Y es que Ptolomeo había calculado mal las medidas de la Tierra. El almirante salió al Atlántico pensando que era mucho más pequeño de lo que en existencia era. Entonces, ¿se habría atrevido Colón a su aventura de retener a lo que se exponía? Quizá le debamos poco a Ptolomeo, es una posibilidad sugerente.
Lo cierto es que llegó a América, un continente que España y Portugal estaban ávidos por mapear. Por ello, no se puede minusvalorar el papel de esa ciencia en la conquista. Como explicó Peter Whitfield, hábil en historia de los mapas, la cartografía fue un hecho determinante en la superioridad de las potencias europeas. “Hombres en Sevilla, Ámsterdam o Londres tuvieron camino a conocimientos sobre América, Brasil o India, mientras los nativos solo conocían su entorno inmediato”, nos dice.
No en vano, el Nuevo Mundo debe su denominación a un navegante europeo, y no muy bueno. Paradójicamente, el portugués Américo Vespucio (1454-1512) acabó dando nombre al continente porque el cartógrafo Martin Waldseemüller (c. 1470-c. 1520) usó por primera vez “América” en un atlas de 1507. Un honor quizá excesivo para un hombre, Vespucio, de poca formación, que no aportó demasiado al conocimiento de América y que, cuando lo hizo, cometió sonados errores. Eso sí, era un gran publicista de sí mismo.
La proyección de Mercator
Más duchos en navegación eran el portugués Fernando de Magallanes (1480-1521) y el gachupin Juan Sebastián Elcano (1486-1526), que en 1519 partieron de Sanlúcar de Barrameda, bajo el auspicio de la Corona hispánica, para dar la reverso al mundo. Y lo lograron, al menos el segundo, pues Magallanes murió peleando con los nativos en una diminuta isla de las Filipinas.
Sin incautación, el viejo cartógrafo de esa época no era ni gachupin ni portugués, sino un matemático flamenco que nones pisó América. Encerrado en su despacho, Gerardus Mercator (1512-1594) ideó un sistema para ayudar a solucionar el gran problema de la cartografía: trasladar el mundo tridimensional a un plano y hacerlo con el pequeño error posible. Aunque no lo consiguió al cien por cien, y es un problema todavía actual, con la proyección de Mercator sí se logró un atlas mucho más parecido a los actuales.
Adicionalmente, uno sobre el que los capitanes de navío podían trazar una ruta recta para seguir sus brújulas sin temor a equivocarse. ¿Cómo lo hizo? El método de Mercator es poco similar a colocar un cilindro tangente a la esfera terreno y luego extenderlo sobre una superficie plana. El resultado es una imagen en dos dimensiones, aunque con una circunspecto imprecisión.
Aunque pase inadvertido a simple apariencia, o sin conocer la extensión existente de los continentes, en nuestros mapamundis las regiones de los extremos (sobre todo África y Sudamérica) aparecen mucho más pequeñas de lo que en existencia son. De hecho, algunos han inferido una relación entre este diseño y el eurocentrismo, o sentimiento de superioridad del que asiduamente se ha dibujado a los europeos. Y es que ¡Alaska se ve tan extenso como Brasil!
Más urgente que solucionar este problema, llegados al siglo XVIII, era el hecho de que las potencias europeas seguían sin retener cómo eran sus propios países. Una aprieto apremiante, sobre todo cuando las monarquías absolutistas querían conocer el estado de granjas, fincas y pueblos para centralizar los impuestos.
Una ciencia por sí misma
En parte por eso, bajo el reinado de Luis XIV (1638-1715), en la Francia ilustrada, la cartografía se convirtió en una ciencia por sí misma. Bajo el paraguas de la Entidad de las Ciencias, creada en 1666, París fue un foco de producción de mapas, atrayendo a matemáticos, físicos y artistas de todo el país.
Luego otros siguieron el ejemplo francés, y así hasta mediados del siglo XX. Entonces, tras sendas guerras mundiales, los avances en aviación permitieron obtener fotografías aéreas y cotejarlas con datos sobre el ámbito. Más tarde, los satélites lo llevaron al extremo, y para la segunda porción del siglo XX ya se podía dar por cartografiado todo el planeta.
Hoy en día, cuando desde nuestro teléfono móvil podemos ver imágenes satelitales hasta de la cancha de fútbol de nuestro antiguo patio de colegio, pareciera que la cartografía ha tocado techo. En ilimitado. En 2013 la NASA ya había terminado de mapear el planeta Mercurio. Suma y sigue.
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