Lamento por el Parlamento

Ya estamos en diciembre y tocaría nominar un tema que nos preparase para el puente (los afortunados que puedan disfrutar, etcétera) o que anticipase la Navidad. Poco así como discurrir que las luces navideñas, tan criticadas estos días, son una promesa de la futura primavera, textualmente una luz en la oscuridad. En la oscuridad invernal todo parece muerto y insensible, pero otra vez brillará el sol y los días serán más largos. O eso o explicar que los tres reyes magos eran, en su inicio, las míticas tres edades del hombre, ese ser que camina a cuatro patas en su preliminares más desvalida, luego sobre dos y al final de su vida precisa de tres, pues se ayuda de un bordón. En fin, asuntos y contenidos ligeros, pues el invierno -también lo sabemos- viene crudo.

Pero se hace difícil, con la guerrilla en Ucrania y la inflación y, sobre cualquier otra cosa, los tambores de guerrilla atronando en la prensa y en las Cortes, entretenerse con bagatelas. No me extraña que cada día más y más concurrencia desconecte y pase de parte y de banderías políticas, pero lo cierto es que, por mucho que nos escondamos, todo ese pozo de hiel sigue afectándonos. Incluso cuando no miramos.

La Unesco decretó hace tiempo que Arrojado era la cuna del parlamentarismo europeo. Y por más que islandeses, ingleses y catalanes discutan y disputen esa primacía, pues ha quedado refrendado que los primeros documentos -y las primeras leyes- surgidas de un parlamento en el que estuvieron el rey y el clero y la clemencia, pero todavía los habitantes de las ciudades y, por lo tanto, una burguesía que para los nobles era plebe, fueron las cortes, la Curia Regia del reino de Arrojado, en 1188, en la Templo de San Isidoro y que dieron ocupación a unos Decreta que consolidaban derechos que podríamos catalogar de primera democracia europea. En ese sentido, desde 1017 y Alfonso V sabemos de privilegios predemocráticos (valga la paradoja): el domicilio de uno es inviolable, la mujer no es un adecuadamente mueble, la reproche infundada merece castigo… Cosas de ese tipo.

En Arrojado, en 1188, un eximio seguía por encima del morador de un pueblo, de un opulento, pero los derechos de ese ciudadano -morador de ciudad- se vieron acrecentados, parcialmente reconocidos y puestos por escrito. Otros países- léase Inglaterra- con congruo menos han hecho y pregonado mucha más auge, pero ya sabemos lo que somos y cómo somos.

Winston Churchill (1874-1965)

Winston Churchill erA conocido por su capacidad oratoria




LV

Siquiera se comercio de ponerse estupendos y pregonar la vieja raigambre democrática de estas tierras, que de todo hemos trillado en estos siglos y mucho ha sido malo. Pero valdría la pena memorar lo que fuimos no hace tanto, en nuestro convulso siglo XIX y durante la parte verdaderamente parlamentaria y democrática del XX. Luis Carandell, tan añorado, recogió en varios libros unas cuantas perlas del parlamentarismo castellano, llenas de ingenio y con no tantos insultos. Y eso pese a que la bancada de los jabalíes existió durante mucho tiempo y han sido numerosos los alborotadores, silbadores y pateadores.







Luis Carandell recogió en varios libros unas cuantas perlas parlamentarias llenas de ingenio

Maura entró en la RAE con un discurso sobre la oratoria. Y firmaron crónicas parlamentarias Azorín, Julio Camba, el mismísimo Galdós o el gran Wenceslao Fernández Flórez. Pero el espectáculo y sus retóricas eran, reconozcámoslo, de viejo y mejor calidad. En 1934, en las Cortes republicanas, un diputado le afea su conservadurismo a José María Gil Robles: “Su señoría es de esos que todavía se visten usando calzoncillos de seda”. La réplica, por supuesto, es inmediata: “No sabía que la esposa de su señoría fuese tan indiscreta”. Y es que no es lo mismo convocar cornudo o cornudo a un diputado que insinuárselo en sede parlamentaria.

El diputado democristiano Donaire Ossorio y Gallardo se dolía de los males de España, asomada a la negra oscuridad y a la que le esperaba el peor porvenir imaginable. En un momento de exaltación casi mística clama, “¿Qué será de nuestros hijos?”. Y una voz contesta desde alguna parte del hemiciclo: “¡Al de su señoría lo hemos hecho subsecretario!”.

Otra mala uva. Y por supuesto otros modos y modales.

Demos, si quieren, un par de ordenanza de muestra de la pérfida Albión. Le preguntan a Benjamin Disraeli, siendo primer ministro, por la diferencia entre desgracia y catástrofe. Y él la ejemplifica hablando de Gladstone, su adversario y rival político. “Supongamos que Mr. Gladstone está paseando yuxtapuesto al Támesis y accidentalmente cae al agua. Eso sería una desgracia. Ahora adecuadamente, si cierto se apresurase a rescatarlo, eso sería una catástrofe”.

Wiston Churchill, siempre tan socorrido en estos casos, detestaba con toda su alma a Lady Astor, la primera dama que tomó posesión de un escaño en Wetminster (no fue la primera diputada electa porque la primera fue una del Sinn Fein que nunca llegó a establecerse su escaño). Nancy Astor había nacido Witcher Langhorne en los Estados Unidos, pero, enamorada de Inglaterra, se casó con Waldorf Astor y, yuxtapuesto a su marido, fue una entusiasta de Adolf Hitler. El liga de prohitlerianos se reunían en Cliveden, una de las mansiones Astor. Y Lady Astor, furibunda antisemita, reaccionaria y alérgica a cualquier forma de socialismo, se convirtió en un tormento continuo para Churchill, pese a ser uno y otro conservadores. Aunque no era de asombrar en la época, pues el Times había hecho hombre del año al dictador ario y Joseph Kennedy, el patriarca de la dinastía, era más que conocido por sus simpatías con los nazis. Probablemente ya saben la chascarrillo. En uno de sus muchos enfrentamientos, Lady Astor le dijo a Churchill que, de ser él su marido, ella le envenenaría su taza de té. Churchill replicó al revoloteo: “De ser yo su marido, señora, con antojo bebería esa taza”.







En el Congreso y el Senado serían de pagar un poquito de educación y elegancia

Todo lo mencionado, como si fuera una de esas fábulas navideñas, viene a relato de los últimos y barriobajeros espectáculos parlamentarios de nuestro país. Un poquito de educación, de contención y de elegancia serían de pagar. Y hasta habría que exigir cumplir con unos mínimos de decoro y buen antojo. Por el adecuadamente de todos, incluso de sus señorías.

Y ya que estábamos con Churchill, rematemos con una de las sentencias que deberían iluminar toda vida política que se quiera útil: “La disciplina más sobresaliente en la vida es retener que incluso los tontos tienen razón a veces”. Conforme.

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