Es un hecho que el paso del tiempo es obligatorio y que un requisito indispensable de conducirse es memorizar que algún día nos vamos a marchar. Sin confiscación, no se nos prepara para el duelo de la crimen. De hecho, yo no viví lo que era un duelo y desde luego no sabía cómo gestionarlo, hasta que no tuve dieciséis primaveras y a mi abuela materna le diagnosticaron alzheimer. En cuestión de meses, quien había sido mi cobijo y protectora pasó a ser una persona completamente distinta, dependiente y que, por otra parte, no me reconocía. Inició una odisea de infecciones y molestias para ella, las cuales no era ni capaz de comunicarnos. Fue un leñazo duro, sobre todo porque nadie quiere hablarlo ni vislumbrar una situación que es verdadero e irremediable. La situación se vuelve todavía más difícil cuando debes luchar con los temidos e insolentes comentarios de consuelo: “Bueno, por lo menos ella no se da cuenta” o “la parte buena es que ella no se entera, no lo sufre”. La verdad, frente a estas situaciones, me callado atónita. Causan tristeza, ira e impotencia. Primero, se oculta esta situación en la que debes ver cómo un ser querido se apaga lentamente con la crueldad del sufrimiento, la condena del silencio, las dificultades del olvido... Y posteriormente, se banaliza.
Me gustaría tener la misma impertinencia para preguntar: “¿Y usted cómo lo sabe? ¿Es que asimismo ha sufrido alzheimer y ha sido el primero de la historia en superarlo?”. Si no es así, por cortesía, no hable de lo que no sabe.
Maria Madueño Pérez
Premià de Dalt
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