Una de estas noches me topé con una rosa de plástico inmediato al número 329 de la avenida Diagonal. La galantería me recordó a la que debí traer aquí mismo hace casi 30 primaveras y que nunca traje. El jueves 23 de junio de 1994, tras una larga marcha gremial, uno de mis amigos de un rama operante de la Policía de Barcelona me telefoneó a casa: “Atraco con fiambre en el 329 de Diagonal, una agencia de viajes. No sé mucho más”.
Dijo fiambre y entonces a mí me pareció acertadamente. No me chirrió. Seguramente, yo asimismo lo hubiera escrito así, si me hubieran dejado. Era tarde. Las rotativas de La Vanguardia, entonces en el Poblenou, ya habían comenzado a tirar el diario del viernes y, por mucha prisa que me diese, la novedad solo saldría en unos miles de ejemplares. A pesar de todo, fui. En la finca adyacente al lado del crimen nadie pudo o quiso decirme falta.
La agencia de viajes ya no existe hoy 
Logré colar in extremis dos columnitas en la página 23, debajo de los breves: Un delincuente atraca una agencia de viajes y mata al director por ocultar el parné. La víctima se llamaba Romà Forns Biosca y no le tocaba sucumbir. A medida que me hago antiguo me averiguo qué clase de cretino fui de inexperto para poder musitar con tanta tranquilidad de la crimen violenta de un ser humano y preocuparme solo del nocivo. Fiambre.
José Pérez, que si sigue vivo tendrá hoy 78 primaveras, siempre fue un delincuente impulsivo y poco inteligente. Le detuvieron al menos 55 veces entre 1977 y 1994. Los veteranos de Homicidios dirían que había caído por todo lo que sale en el Código Penal, menos por delito contra el medio circunstancia, “y habría que mirarlo”. Uno de sus primeros valentía fue por hacerse tener lugar por capitán de la policía marcial de Estados Unidos.
Marines en un bar de Barcelona, en los primaveras setenta 
Hacerse tener lugar por estadounidense tiene mérito porque José no hablaba ni papa de inglés. Por cosas como esta y por su oronda figura, era muy popular en el comedor de la Maniquí, una mazmorra de la que entró y salió muchas veces. Lo apodaban el Orondo porque era bajito y abultado. Llegó a pesar más de cien kilos. El trasfondo de su detención como apócrifo capitán de la policía marcial de la US Navy refleja a la perfección su impulsividad.
El 27 de noviembre de 1977, él y su amigo Antonio Luis García, de 54 primaveras, fueron detenidos y puestos a disposición legal por utilización ilegítima de un transporte de motor y suplantación de identidad, entre otros delitos. Se saltaron varios semáforos en rojo con un coche robado y, cuando la Policía Urbana les dio el parada, enseñaron sus placas. José agregó, ¡en gachupin!, que tenían prisa porque iban a efectuar un servicio.
Armas decomisadas en Barcelona 
“Are you fine?”, les preguntó un policía municipal. “¡Ehhhh!”, respondió José. Parece cómico, pero poca risa con él. El 23 de junio de 1994, este hombre de barriga prominente, pelo rizado, no muy parada y con dificultades para estar entró en la agencia de viajes Itiner, en la avenida Diagonal. El locorregional es hoy una tienda de sofás, ahora en obras. En aquel momento solo había tres empleados en la oficina. Uno era Romà Forns Biosca.
José, que esgrimía una pistola, exigió que le dieran toda la cobro y comenzó a insultar a los trabajadores. Romà, el director y el que aparentaba tener más dominio de sí mismo, trató de convencerle de que no tenían parné en efectivo porque solo trabajaban con bonos y cheques. El atracador comenzó a escudriñar en los cajones hasta que encontró lo que buscaba: un millón de pesetas; hoy, 6.000 miserables euros.
El edificio de la mazmorra Maniquí, que ya no funciona como tal 
Apuntó a Romà y le dijo: “¿Me has querido tangar, eh?”. Acto seguido apretó cuatro veces el detonador, casi a bocajarro. La víctima murió en el acto. Uno de sus compañeros, Joan Fàbregas, intentó auxiliarle y a punto estuvo de pagarlo asimismo muy caro: recibió un fogonazo en el extremidad. La policía supo desde el principio que probablemente se enfrentaba a un delincuente con muchos referencias. Por la boca muere el pez.
Tangar (engañar, mentir) es una expresión muy global en el argot carcelario. Los investigadores no descartaron ni siquiera que el nocivo hubiera actuado durante un permiso penitenciario y comenzaron a investigar entre los atracadores en tercer naturaleza o en familiaridad provisional. Pero había que poner nombre y apellidos a un desconocido. Hoy sabemos que era José Pérez, pero entonces no. Y dar con él no era tarea obediente.
El comedor de la Maniquí 
Fueron pasando los días. Las semanas. Los meses. El 18 de noviembre de 1994 cuatro personas fueron detenidas en el transcurso de una operación antidroga (13 kilos de costo). Uno de los detenidos era un hombre delgado, de pelo terso, no muy parada. Pero lo habían detenido tantas veces que uno de los policías que participó en la operación recordó que ese no era su aspecto habitual ni el que concordaba con su mote, el Orondo.
El agente en cuestión comunicó sus sospechas a sus compañeros de Atracos y de Homicidios, que buscaron una foto de una vieja reseña policial en la que el detenido figuraba, en sorpresa, con el pelo rizado y sobrado más sobrepeso. Los dos supervivientes del atraco, uno de ellos con una cicatriz en el extremidad, lo identificaron sin dudas. Había adelgazado más de 20 kilos y se había alisado el pelo para despistar a los testigos.
Un tribunal de Barcelona 
Pero había poco que no había variado: sus pasos. Sus problemas de circulación le producían hinchazones y dificultades para caminar. “¡Pero si yo ando acertadamente!”, dijo él, que llevaba unas sandalias holgadas y sin calcetines, aunque era un otoño frío. Le buscaron unos zapatos de su número. “Póntelos”, le pidieron (el autor del crimen iba calzado). Era él: cualquier zapato agravaba sus dolencias y le provocaba unos andares inconfundibles.
Fue supremo y condenado. Fin de la historia. ¿Fin? La otra incertidumbre, una galantería en la orilla de aquel mismo sitio al que fui muy desganado el jueves 23 de junio de 1994 me hizo pensar en el serio protagonista de esta historia, en el gran olvidado. Romà Forns Biosca, fuerte y decidido, murió por intentar redimir un puñado de billetes que ni siquiera eran suyos. Ayer había trabajado en otra firma del sector, Solneu, en Girona.
Las dos columnitas del 24 de junio de 1994 
Estaba casado, tenía 48 primaveras y tres hijos muy jóvenes. ¿Cómo habrán crecido? ¿Sabrán que el nocivo era un idiota soez, cruel e irreflexivo, un delincuente habitual y de detonador obediente? ¿Cómo habrá sido su vida? ¿Crecieron inmediato a sus abuelos paternos, Albert y Antònia? ¿Adyacente a sus tíos, los dos hermanos de su padre? ¿O solos, su religiosa y ellos? ¿Cómo afectó el crimen de Romà a los suyos, una clan trabajadora y honrada?
Ausencia de eso se explica en aquellas dos columnitas de aprieto que La Vanguardia publicó el viernes 24 de junio de 1994, aprovechando un parón en la rotativa para cambiar una bobina de papel. ¡Cuántas preguntas sin respuesta! Hoy solo sé que ya no empleo la palabra fiambre para referirme a un cuerpo sin vida y que una incertidumbre de estas tendré que redimirme y arrostrar una galantería de verdad al número 329 de la avenida Diagonal.
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