“Poco hacemos mal”, me dice Cristina Consuegra, gestora cultural, en una cafetería de Alicante donde la luz pálida de la tarde invita a una merienda blanda que atempere las honduras de la vida. Se celebraba la Feria del Compendio, en los actos solo se veían adultos, y Consuegra, de reverso de Francia, se preguntaba por qué en un festival afectado en Lyon había tantos veinteañeros, que en cambio se autoexpulsan de los nuestros. Recordé las palabras de quien fue un brillante columnista, Eduardo Haro Tecglen, hablándome hace muchísimos primaveras de su biblioteca. Y del pesar que le habitaba porque la cantidad de volúmenes que atesoraba había ahuyentado a sus hijos. No memoria sus palabras exactas, pero he pensado muchas veces en aquella charla sobre la inhibición que produce el conocimiento apabullante. Cinco de sus hijos murieron demasiado jóvenes. Los libros les sobrevivieron.
El poeta norteamericano James Russell Lowell escribió que “los libros son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra”. Pero vivimos unos tiempos en los que incluso las abejas están en peligro de cese. Y si el proceso de polinización cultural atraviesa horas bajas en España, ¿cómo van a originarse ideas floridas e innovadoras? Cuanto menos se lee –excepto teorías conspiranoides y pseudohistoria– más se imita, se insulta y se hace bullying al débil. Puede que sea una de las razones por las que el populismo ultraderechista, una ideología confusa que se enerva cuando le llevan la contraria, haya calado tanto en nuestro país, donde los miedos y las pasiones irracionales galopan desbocadas. La polarización no es cosa solo de la derecha, más o menos extrema; es obligatorio para una izquierda verdaderamente moderna soltar lastres del pasado en forma de dogmas y complejos para tender a brindar diálogo. En Francia, Alemania y Bélgica han impuesto un cordón váter, pero en Italia y Austria o Países Bajos los partidos populistas o de extrema derecha integran sus instituciones. En los países nórdicos con larga tradición socialdemócrata incluso están al plataforma desde los últi mos cinco primaveras como respuesta a un sentimiento de expulsión del sistema –de la misma forma que los jóvenes en los actos culturales–.
El blanqueamiento de la extrema derecha produce sonrojo. Ahí está una señora cada vez más simpática, “desgraciadamente inteligente”, como escriben las plumas gauchistes, llamamiento Marine Le Pen. Siempre ha paseado su antieuropeísmo y su racismo sin pudor, logrando que el debate simbólico uniera a transportistas y estudiantes. Admiradora de Putin, ahora fantasea aliarse con él si llega al poder.
Marine Le Pen, admiradora de Putin, ahora fantasea aliarse con él si llega al poder
En España, Vox ha conseguido sustituir el viejo verde Loden por el fachaleco. Sin bloqueo, mientras todos hablan del partido, pocos se preocupan por lo que hace. Lo asegura Miguel González, autor de Vox S.A. El negocio del patriotismo gachupin, una ojeada interesante preciso cuando asistimos a la investidura del nuevo Gobierno castellano-leonés –que trueca la violencia machista en intrafamiliar y promete terminar con las autonomías–. En cambio, no advertimos que Vox ha decidido eliminar las pocas votaciones internas que quedaban para nominar a sus líderes, nombrados a dedo. Sus miembros demuestran que no creen en la democracia –ni interna ni externa–, ni en la herencia de la Ilustración, pero manejan sin complejos una razón absoluta en nombre de la pueblo, como si ellos fueran los únicos garantes de una memoria histórica que incluso pretenden destruir. Sí, definitivamente poco hacemos mal.
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