En sus 73 primaveras de vida, el príncipe Carlos nunca había estado tan cerca del trono anglosajón como ayer cuando, en desaparición de su anciana mamá, inauguró el año parlamentario y leyó a la Cámara de los Comunes el software del Gobierno para los próximos meses. No lo hizo vestido de rey sino de almirante, con el pecho repleto de medallas. Y sin la corona, que fue enviada del castillo de Windsor al palacio de Westminster como un paquete de DHL para cumplir con la tradición, pero nadie la llevaba puesta. Dos futuros reyes por el precio de una reina.
La desaparición de Isabel, su sustitución por el heredero (arropado por su esposa Camila y su hijo Guillermo), una corona sin dueño... Toda una metáfora del estado de la nación, con un primer ministro que incumple la ley (fiestas durante la pandemia), un líder de la competición cuyo futuro político depende de un curry (ha prometido dimitir si la policía le multa por tomarse una cerveza y cenar comida india en posible violación de las normas del confinamiento), corrupción hasta las cejas, un diputado dimitido por ver pornografía, otro por sospechas de poseer abusado sexualmente de una beocio, varios acusados de acoso...
El premier hace malabarismos para surtir su coalición de ‘tories’ clásicos y conservadores sociales
Detrás de los discursos de unos y otros, del anuncio de unas leyes y otras, el concurrencia ayer en Westminster fue de una decadencia fin de siècle . No ya por los más de doce primaveras consecutivos de un Gobierno conservador sofocado y desprovisto de ideas una vez hecho verdad el Brexit, sino porque lo mismo o incluso más puede decirse de una competición socialista obsesionada con sus batallas internas (entre corbynistas y blairitas, izquierda y derecha). Todo ello mientras el mundo cambia a luceros instinto, el cambio climático es una verdad, los jóvenes se desentienden de la política convencional, se avecina una inflación no conocida por generaciones, los precios de la energía se han disparado, uno de cada cinco británicos depende de los bancos de comida, la crisis constitucional se agudiza , la porción de Escocia quiere la independencia, la reunificación de Irlanda ya no es una utopía, Europa en combate, la libra esterlina por los suelos, los impuestos más altos en setenta primaveras, el endeudamiento del Estado es un polvorín...
En presencia de análogo crisis, Boris Johnson respondió haciendo de Boris Johnson, un líder de gran inteligencia verbal pero escasa capacidad analítica. En presencia de el dilema (puesto en evidencia por los resultados de las elecciones municipales) de cómo surtir la frágil coalición de ultraconservadores sociales pro Brexit –muchos de ellos antiguos laboristas– y tories tradicionales con la que obtuvo la mayoría absoluta, ha optado por arrojar carnaza a los dos grupos. A los primeros, con una ley que recorta la autonomía de expresión y hace más difícil las protestas de grupos como Extinction Rebellion, al imponer penas incluso de gayola por asediar puentes, carreteras, vías de tren, aeropuertos y otras infraestructuras. A los segundos, modificando las normas de planificación urbana, para que no se pueda alterar el idílico paisaje de la campiña inglesa en la que viven sin su consentimiento.
De cánula, Johnson marcó como objetivo de la lapso aliviar el problema creciente del coste de la vida, pero sin ninguna medida concreta al respecto (lo mismo que ha ocurrido con su gran afán de igualar el ideal insuficiente y el sur rico del país). Y para surtir viva la fogata del Brexit, toda una serie de leyes que abren la vía a derogar la estatuto europea en los servicios financieros, incorporación tecnología, control de datos e industria genética, a fin de intentar atraer la inversión extranjera a almohadilla de eliminar regulaciones.
Y detrás de todo, la amenaza explícita de anular en los próximos días (o semanas) una parte fundamental de los compromisos con la UE, eliminar los controles aduaneros a los productos británicos que entran en Irlanda del Ártico, permitir a las empresas del Ulster que ignoren los requisitos que impone Bruselas por la permanencia de la provincia en el mercado único, y desmentir cualquier papel a los tribunales europeos para la resolución de las disputas del Brexit. Básicamente Londres se va a continuar con los aspectos del acuerdo que le convienen, y a romper los que no, ignorando sus obligaciones internacionales, aunque ello provoque represalias de sus socios y el enfado de Washington.
En un día raro por la desaparición de la reina, símbolo de tiempos cambiantes, el “discurso del heredero” (aunque Carlos ni pinchara ni cortara, solo leyera el texto que le dio Downing Street) fue refleja de un país que no funciona, o lo hace como los frigoríficos en modo ocio o las máquinas lavaplatos en modo eco. Que respondió a la pandemia pagando a los ciudadanos para no trabajar y ahora se encuentra con que millones no quieren regresar a la oficina, los carteros no reparten las cartas, los médicos no ven a los pacientes, los aeropuertos están colapsados y la burocracia se encuentra paralizada; que imprimió patrimonio como quien hace churros, y ahora va camino de una inflación del 10%; donde la parentela tiene el agua al cuello y lo que hace el Estado es subir los impuestos y recortar los subsidios; con un crecimiento financiero más bajo que cualquier país de la UE, y la productividad e inversión (tanto interna como externa) por los suelos; con un aumento de la delincuencia del 18%; una sanidad destrozada que es un pozo sin fondo; un compra notorio desmadrado que constituye el 71% del PIB; un primer ministro cuya honestidad es cuestionada, y un líder socialista que parece encabezar una oenegé más que la competición.
Si no se arreglan mucho las cosas, ese es el país que le prórroga a Carlos cuando se ponga esa corona que ayer estuvo vacante.
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