MI HIJO LLEVARÁ EL NOMBRE DE MI PADRE
Cuando canto, me sabe la boca a raza.
Tía Añica la Piriñaca
Estuve colgado de aquella cuerda siete días y medio. Iba más o menos sumando los días gracias a las noches, que era cuando el frío me helaba los huevos y estaba más avispado, más consciente.
Sé que se me helaron los huevos siete veces, lo que hacía unos siete días. En esos siete días, encima de que se me helaran los huevos, el sol me calentaba la cabecica tanto que me hacía pensar ná más que tontás. Dudé de mi nombre, y lo cambié varias veces. Me puse nombres vascos y catalanes, nombres de payos y de gabachos. Nombres como el del dueño de las bodegas, el del tío que vendía higochumbos, o el del primo del primo al que le quité las pistolas. Nombres largos y pomposos como los de los madrileños, que son las únicas personas que conozco tan idiotas como para estar contentas de tener un rey. ¿Quién necesita a un rey?
En esos siete días además intenté recapacitar mi aspecto, reconstruirlo. ¿Cómo era yo? ¿Quién era? ¿Había nacido yo en aquel árbol? ¿Igualico que una fruta? Mi único referente era una sombra amorfa y oscura que se formaba a mis pies; la sombra que mi cuerpecico, colgado de aquel olivo, proyectaba contra la arena amarilla, sucia y llena de babas y raza ya reseca.
Quise tener la trompa aguileña y pelo. Luego pensé en tener el pelo con rizos rubios, como un tratante de ganao de Ubrique al que frecuenté hace abriles. Los luceros azules, la piel acertadamente tostaíca por el sol. Los dientes blanquísimos. Una cicatriz de esas que cruzan el rostro y acojonan a todo el mundo. Puede que varias. Pensé en ser más suspensión de lo que soy y mirar al mundo desde hacia lo alto. O bajico y rechoncho y que nadie reparara en mí. Pensé en ser aún más quemado, un cíngaro de los que cantan en las ventas o un enterraor, que como todo el mundo sabe son los hombres que más abriles viven y los que se follan a las mujeres más guapas.
Luego pensé que poblar tantos abriles no era poco bueno. A más abriles más pena, es asín.
Reconstruí a la persona que soy tantas veces que, cuando aquel cuervo se posó ajustado encima de mi capital para comerme, no le di importancia y empecé casi a reírme, deseando que no tardara mucho en hacerlo. No es que tuviera miedo al dolor. Qué va. Solo que no quería imaginar más nombres ni más caras. Qué jartura.
El cuervo proyectaba sobre la tierra una sombra más negra aún que la mía y, por alguna razón, en superficie de emprender por mis luceros, bajó de la capital a mis hombros, posó sus garras acertadamente apretaícas contra el hombro y decidió primero picotearme el cuello. Recibí unos cuantos picotazos secos que me hicieron patalear de dolor. Me sorprendió que me quedara voz para hacerlo. Los picotazos eran iguales que agujas pequeñas entrando y saliendo de mi piel. Sin detener. Arrancando trocitos de carne. Levantando gotas de raza a cada pellizco. Uno, dos, tres, cuatro. Cinco. Pájaro de los cojones, termina ya.
Entonces el dolor se detuvo: de chiste. Ya no notaba su pico en mi piel. En su superficie escuché un sonido. Un tanteo áspero. Poco pesado que se volvía ágil. Sentía sus garras en el hombro. El pajarraco seguía ahí hacia lo alto. Moviéndose. ¿Qué estaba haciendo? Mi cuerpo se agitó un poco. Se tambaleó. Al principio suave. El tonto del cuervo había confundido la carne con la plata que sujetaba mi cuello al árbol. Y ahí estaba: mordiendo, picando la soga hecha de pita en superficie de mi piel tostaíca por el sol. No pareció importarle no comerme, no morder carne, y ahí seguía el pájaro adverso picando y mordiendo y picando pita vieja, sucia. Y de tanto piquipiquipiqui, la cuerda antaño firme, crac, se rompió.
Me di contra la arena fina, encima de mis babas y de mi raza sequía.
Estaba suelto.
Perdí la paciencia, la poca bondad que me quedaba en los huesos y un diente en esa caída. Gané una cicatriz que me cruzaba tó el cuello. Una de esas que acojonan a todo el mundo y que parecía un colgante carmesí como los que llevan algunas gachís perfumadas de Graná o de Murcia. Una vez casi le echo el guantelete a una de esas, me cago en mis castas.
Me incorporé.
El cuervo estaba allí, sereno. Sonriéndome. Quizá preguntándose cuál de tós esos hombres inventados era yo. Cuál era mi nombre vivo. De dónde venía. Quienes habían sido mis pares. El color del pelo de mis abuelos. De dónde venía mi patronímico. Le devolví la sonrisa al cuervo salvador y eché a frisar.
Llevé la punta de la germanía al hueco que había dejado el diente caído. Lo palpé un instante mientras caminaba. Pensando que quizá Altísimo en persona me había mandado aquel pajarraco para que cortara la cuerda. O quizá tan solo era suerte, como la que tuvo el que inventó y patentó el revólver, y que ahora seguro que nadaba en dinerico y en muslos. Las dos ideas, Altísimo y la suerte, me aterraron por igual.
Lo que no me aterró fue recapacitar, con claridad, el nombre y la dirección del hombre que me mandó colgar. El hombre al que iba a matar en cuanto atravesara la puerta de su cortijo, recién enjabelgá por los zagales del pueblo como si fuera un gozne de esos de domingo por la mañana.
A mi paso, el color del bóveda celeste se volvía amarillento. Como si fuera el reflexiva de la tierra sequía del desierto. Había algunos olivos retorcíos como el que me había cedido a luz hacía siete días.
Olivos que parecían moverse, arrebatarse como vibraban algunas mujeres que conocí antaño de tener una cicatriz en el cuello en forma de collar carmesí; olivos que gritaban de dolor, levantaban los brazos pidiendo ayuda; que sabían, como el cuervo, mi definitivo nombre y lo gritaban aunque nadie pudiera oírlo. Los dejé a espaldas. Había zarzas y matorrales. Pitas repartías de mala forma. Retales de cebada mustia. Pensé en echarme debajo de una higuera con el vientre encharcado de raza.
Me crucé con un escorpión que al helminto se detuvo, el muy cornudo. Levantó un poco su aguijón y lo mantuvo erguido un instante, como si esperara que yo me agachase y bebiese un poco de su ponzoña. No lo hice.
Las pitas del camino se iban apartando conforme yo pasaba; las escuchaba musitar, cuchichear como las mujeres en ceremonia. Ellas sabían lo que iba a producirse, como lo sabían la cebada y el trigo, los lagartos y las nubes. Eran pocas, sin forma, hechas trizas, como los sesos desparramados de cualquiera a quien le hubieran volao la capital. No sé si aquella caminata duró siete días más o solo unas pocas horas.
Alguno me contó una vez que los indios o los gitanos colocan una moneda de plata en los párpados de sus muertos para que el delirio de envés a donde sea que viajen se emprenda en calma, seguro, tranquilo. Y para que los dejen entrar en el bóveda celeste. Yo no tengo ni idea de esas cosas. Me suenan a historias de indios, de supersticiosos o de gitanos. Del más allá yo solo sé lo que vi en los luceros del cartagenero cuando entré en su cortijo, que olía a geranios. El bóveda celeste y el averno son lo mismo: un sitio adverso del que no se regresa.
El hombre tembló nadie más helminto al otro flanco de la puerta. Primero le disparé en la pierna derecha. Cayó al suelo, dándose un chiste con el mueble de la entrada y haciéndose daño en las costillas. Casi pude oírlas crujir. La pierna sangraba mucho y se podía ver un poco de hueso amarillo y rojo a través del pantalón. Aunque estaba en el suelo, se arrastró para intentar defenderse.
Entonces le disparé en la mano, destrozándole varios dedos, que saltaron en pedazos, como quien rompe un tarro satisfecho de bichicos. Mancharon las paredes de la casa.
Luego dos veces más en el estómago. Aunque me quedaban dos balas, guardé la pistola.
Nos envolvió el silencio que siempre sigue a una carnicería. Cerré la puerta de la casa para tener más intimidad y me quedé allí. De pie delante él. Mirándolo. Los luceros clavaos. Fijos en él. Las tripas saliéndole por debajo de la camisa y empapando el suelo. Gritando de dolor.
Pensé que debía tener mucho miedo. Adicionalmente de la piel quemada y abierta y de la casquería derramá por la barriga, dependencia el frío en las piernas y en los brazos. Un frío que iría comiéndole el cuerpo poco a poco hasta dejarlo tieso. Él, que era médico, y de los buenos, sabía ya cuánto tiempo le quedaba de dolor y cuánto antaño de dejar de respirar del todo. Sabía que no había evasiva.
Nunca más vería a su mujer, a la que él no amaba y yo sí. Siquiera vería a la hija del de la tasca, la gitanica esa de la que en sinceridad estaba enamoriscao y con la que se veía a escondidas. Ni mi rostro, satisfecho de ira, o ya más calmado gracias a su dolor y a su sufrimiento. No volvería a ver mi cara ínclito y herida, que no quise que el espejo me devolviera. En la vida perderé esa cicatriz en el cuello que, si consigo datar a envejecido, puede que las arrugas logren disimular.
Al alejarme de nuevo del pueblo, pasé conexo a mi olivo materno.
Pasé la mano por la corteza vieja, como se acaricia a un heroína que se ha cabalgado desde chaval. Aquellas manchas oscuras de raza o saliva podrían ser o no ser mías. En aquellos arboluchos se ahorcaba a masa con mucha frecuencia. Podían ser de cualquier otro infeliz. Uno que no hubiera tenido la misma suerte que yo.
La mujer del cartagenero lo encontró tres o cuatro horas posteriormente de que muriera. Hubo la llantina de siempre, mujeres enlutás y todo eso. Los hombres buscaron al perverso durante varios días. No dieron con él. Menos de un mes posteriormente, un médico nuevo llegó al pueblo. Costó quitar la raza del suelo de moyálico, como si lo hubiera traspasado del todo y hubiera que levantarlo firme. Trabajaron varias de sus hermanas y primas en ello.
Las fotos del médico servirán para recordarlo. Nunca tuvo hijos. Yo tendré uno, creo, al que le pondré el mismo nombre que mi padre. Le regalaré, igual que hizo mi padre al caducar, la pistola, dos facas y dos borricos. Mi vida y la vida del médico serán, al final, iguales.
La mía solo un poco más larga.
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