Llevo ya más de diez abriles en Twitter. En Facebook ni he llegado a estar, procuro no entrar aunque determinado me creó hace tiempo un perfil que andará por el metaverso como espíritu en pena. Con Instagram lo he intentado, pero al tercer bonito gatito o cara tuneada pierdo el interés. El raro soy yo, de acuerdo, no puedo evitar la sensación de pérdida de tiempo frente a el carrusel de imágenes maravillosas, chistes, posturas, bromas, food porn talla XXL, playbacks, acrobacias y accidentes. Igual es porque me estimulan más las ideas que las imágenes.
Llámenme antiguo o inadaptado, pero reconozco que por lo universal soy menos mirón que profesor, y sí, los tuits son cortos, pero tienen enlaces. No estoy diciendo que Twitter sea mejor, de ninguna modo, muchos sostienen que hasta es peor para el estado de talante. Digo solo que; “-Hola, me llamo Toni y soy twittero”. Hablando en serio, espero que no sea una yuxtaposición, pero reconozco suceder ratos cada día desplazando cerca de debajo el carrusel de pío píos.
Muchos han descrito esta red social como el bar de internet. Y efectivamente yo la uso asaz como el bar aparente de un vaporoso tan vaporoso que hasta le da haronía descender al café para ponerse a hojear los periódicos en la mostrador mientras audición los comentarios de los otros clientes… y hasta contesta alguna vez, evitando siempre, eso sí, inquirir bronca.
Un bar muy concurrido, porque sigo a más de 12.000 perfiles. Concurrido y políglota, pues en él conviven los seis o siete idiomas que soy capaz de entender mínimamente (para la comprensión fina, el sistema de traducción que incluye es verdaderamente práctico). Concurrido, políglota y bullicioso, de acuerdo, porque las últimas noticiero se intercalan con las ocurrencias, comentarios y reacciones de los feligreses, algunas brillantes o graciosas, otras no tanto.
Así pues, si antiguamente no me echan del bar o me voy yo porque algún cliente me importuna o porque Elon Musk decide cambiar tanto la ornamento que ya no me siento cómodo, continuaré frecuentándolo, pues en existencia me sirve para enterarme de lo que pasa en el mundo. Para ello, he acabado no sé cómo desconectar el operación que prioriza los tuits de aquellos con quien más interaccionas para no percibir una imagen excesivamente parcial, sesgada o endogámica de la hogaño, optando por el modo en que se suceden por orden estrictamente cronológico. Si no me engañan, lo que aparece es lo final que han colgado, sea aquí o en Australia, y así me parece que funciona cómo los antiguos teletipos para ir viendo un continuo de titulares de hogaño sobre mis intereses: provisiones, ciencia, tecnología, innovación, humanidades, pertenencias, ecología y otros, que si poco es un servidor, es disperso…
Y sí, efectivamente, soy mucho más receptor que emisor, aunque todavía tuiteo y retuiteo. Y pese a que esta red es poco visual, de lo que cuelgo, lo que finalmente recibe más “me gusta” son las fotos de mis comidas caseras de fin de semana. Instantáneas sin técnica ni estilo de nuestra mesa natural con mantel, servilletas, copas, botellas, fuentes y bandejas llenas de lo que hemos cocinado mi principio o un servidor. Comida preparada con cariño en la que abundan los productos de proximidad y temporada. Platos mimados, a veces festivos, pero ni siempre extraordinarios ni exclusivos. Mínimo que no pueda hacer cualquiera con tiempo, maña y dedicación. De hecho, me planteo hace tiempo subir todavía fotos de lo que como entre semana, mucho más rápido de preparar, casual, vegetal y pronto, pero no necesariamente menos rico, como la col que esta semana cocí entera en el microondas para luego cortarla a rodajas gruesas que marqué reverso y reverso en la paila con un hilo de unto casto extra y serví acompañada de un romesco picante y aromático tuneado con sriracha y hierbas tailandesas.
Aunque no hay otra pretensión en estos tuits de ágapes domésticos que la reivindicación de la cocina casera, mucho menos la de ser únicos u originales, me satisface comprobar que congratulan a aquellas personas que todavía gustan de cocinar. Aquellas que aún disfrutan yendo a comprar temprano y con la mente abierta para explorar el mejor pescado relación calidad/precio o descubrir los últimos tesoros de la huerta, aquellas que no creen que suceder horas en la cocina pudiendo ver la octava temporada de una serie o colgarse eternamente frente a la pantalla del móvil sea necesariamente perder el tiempo (la radiodifusión, los podcasts y la música sí son compatibles, a mí me gustan), ni una tontería escoger los vinos y poner la mesa para tus seres queridos. Por suerte no son pocas. Hay muchas más de las que aparecen en internet o los medios de comunicación. Son la esperanza de un mundo verdadero que sin ellas comería mucho peor. Quizás sean todavía la semilla de un futuro que cocinará más y mejor.
Por eso está correctamente que, si nos apetece, subamos a las redes lo que cocinamos, sea lo que sea, da igual. Y siendo comprensible el reparo por revelar nuestra intimidad gastronómica, sepamos que esto no es food porn impúdico sino sensualidad cuotidiana en la que no hay plato demasiado sencillo ni humilde que no sirva para contaminar las redes con la ilusión de reconquistar los fogones caseros en este renacimiento de la cocina importante que tanta ventura nos ha de traer.
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