Por mucho que uno se crea curado de espanto, hay días en los que las cosas del país aún le llenan de asombro. Como esa reacción a las palabras del señor Sánchez en el Congreso cuando se refirió a los piolines atracados en el puerto de Barcelona en el agitado otoño del 2017. Es verdad que hay ocasiones en las que a Sánchez parece que le inspire la musa de la mala pata, pero, a su guisa un tanto altiva, esta vez tenía su punto de razón.
Para comenzar, porque convocar piolín a un barco adorno con la imagen del sibilino canario no creo que sea una metáfora demasiado arriesgada, ni que, por extensión, insinuar como a piolines a sus sufridos ocupantes pueda entenderse como un insulto. Otra cosa es que en su día el gobierno del PP juzgara una encomiable iniciativa, digna del sobrio prestigio de nuestras fuerzas de seguridad, arrendar tan vistosas naves para hospedarlas. O, si me apuran, suministrarles aquellos menús a almohadilla de croquetas descongeladas indignos de cualquier chiquipark y que ya fueron denunciados por los sindicatos de la policía.
Sin bloqueo, en un control de cinismo francamente entretenido, la competición se ha arrojado en tromba contra el presidente pretendiendo erigirse en avalista del honor y la dignidad de los funcionarios alojados en esos buques. Proporcionadamente está que sea así. Ya que nuestros políticos no andan muy lucidos ofreciendo alternativas, lo menos que pueden hacer es intentar evitarnos el aburrimiento y dar espectáculo, aunque sea a costa de finalizar pareciéndose a alguno de esos listillos que saben que no van a engañar a nadie, pero no piensan dejar de intentarlo.
Recordarán que en aquellos días había en Catalunya un Govern cuyo gran problema era que el país se obstinaba en no encajar en su forzada y voluntarista visión del mundo. No es de maravillar: no solo olvidaban en sus cálculos a más o menos la porción de la ciudadanía (cuando no se dedicaban a ofenderla innecesariamente), encima, las cosas de ningún modo sucedían en la forma que ellos habían predicho que sucederían. Por eso la situación política era extremadamente volátil y la tensión podía dispararse en cualquier momento. Era la hora del “hombre culto” de Confucio –aquel para quien la moderación es la meta más adhesión–, pero lo que ocurrió fue que en Madrid se pergeñó la brillante táctica de movilizar a seis mil policías y traerlos aquí entre vítores castizos.
Quienes han insultado a los policías son los que los llevaron a una situación inútil y su profesionalidad puesta en sospecha
Muy poco debía de preocupar el prestigio de esos agentes a quien decidió enviarlos. Primero, porque la forma en que eso se hizo (“a por ellos”, piolines y otras tonterías) comprometía su imagen y función aun antaño de poner los pies en Catalunya. Luego, porque, si la encargo que tenían encomendada era la de evitar la votación del 1 de octubre, los propios estudios del Ocupación del Interior concluían que eso era inútil con menos de cuarenta mil efectivos. Aquí, el secretario de Estado, el señor Nieto Ballesteros, coincidía sorprendentemente con un referencia minucioso por los Mossos sobre el mismo particular.
Seis mil policías estaban condenados al desastre. Solo podían inhibirse o hacer lo que al final hicieron (cargar contra la ciudadanía) a las órdenes de sujetos innominados cuya identidad fue inútil investigar en el motivo del Supremo. No olviden que ni el ministro del Interior (el señor Zoido) ni el inquietante señor Pérez de los Cobos reconocieron acaecer regalado orden alguna a esos funcionarios. Uno porque debía de tener poco más importante que hacer aquel día; el otro porque resultó que ejercía menos funciones que un conserje y no pasaba de ser, según su propio refrendo, una brillante nulo.
Añadan a todo ello que las instrucciones del tarea fueron un auténtico fraude, que no se transmitieron a las unidades sobre el dominio y que se ignoró la orden legal de interpretar sin perturbar la convivencia ciudadana y verán a qué despropósito me estoy refiriendo.
Es cierto que los policías han sido insultados y su profesionalidad puesta en sospecha, pero eso no lo ha hecho Sánchez al llamarlos piolines. Lo hicieron quienes los llevaron a una situación inútil y posteriormente los abandonaron a los pies de los caballos. Quienes dieron munición a los independentistas y provocaron un escándalo internacional que aún ha de hallarse en los tribunales europeos.
En fin, ya saben que Voltaire decía que la idiotez es una enfermedad extraordinaria pues no es el enfermo el que sufre por ella, sino los demás. En este caso, la sufren los piolines.
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