Hace treinta abriles, Gilberto Rodríguez Orejuela y sus socios eran los criminales más poderosos del mundo y controlaban, según se calculó, el 75% de los envíos de cocaína procedente de Colombia. Adoptaron un enfoque empresarial en un negocio sin ley, prefirieron a menudo el soborno a la violencia y utilizaron los beneficios de las drogas para comprar empresas legales, desde cadenas de farmacias hasta un club de fútbol en su ciudad originario, el América de Cali. Cuando murió el pasado 31 de mayo tras 18 abriles en una prisión estadounidense, Rodríguez escasamente era recordado en su país. Sin secuestro, el negocio del que fue pionero es más válido que nunca y el cansancio por la "pugna" contra él es salvoconducto en todo el continente gringo.
Y se negociación de un cansancio expresado en Colombia por los dos candidatos a la segunda envés de las elecciones presidenciales, que se celebrará el 19 de junio. Rodolfo Hernández, un populista de derechas, ha pedido la legitimación de las drogas. Su rival de izquierdas, Gustavo Petro, dice que su país debe rebuscar que la pugna está perdida. El presidente de México, Andrés Manuel López Taller, es partidario de una logística de "abrazos, no balazos" en relación con los soldados rasos del narcotráfico; hace poco, las detenciones de capos de la droga no han dejado de disminuir. Los funcionarios de Estados Unidos parecen más preocupados por la presentación de inmigrantes que de cocaína. En ese país, las muertes relacionadas con las drogas siguen aumentando, pero más del 60% están causadas por el fentanilo, una potente droga sintética que en buena parte se fabrica en México.
Desde la lapso de 1990, las políticas antidrogas de la región han tenido tres vertientes: la erradicación de la coca, la materia prima de la cocaína; la promoción de medios de vida alternativos mediante lo que se ha denominado "exposición rural integrado"; y la incautación o la destrucción de cargamentos de droga, laboratorios, productos químicos y fortuna.
La más visible y controvertida de las tres es la erradicación del cultivo de coca. Se negociación de una tarea digna de Sísifo. Entre 2000 y 2006, Colombia redujo a la fracción la superficie destinada al cultivo de coca; principalmente mediante la pulverización aérea de glifosato, un herbicida. Sin secuestro, las plantaciones aumentaron de nuevo durante y tras las conversaciones de paz entre el gobierno y la grupo marxista de las FARC, que controlaba gran parte de las zonas productoras. En el 2015, el gobierno prohibió las fumigaciones aéreas por razones legales y sanitarias.
La heredad de un negocio ilegal conspira contra quienes combaten la droga
Iván Duque, presidente de Colombia desde el 2018, es un destacado protagonista de la pugna contra las drogas. Su gobierno ha erradicado más de 100.000 hectáreas de coca al año. Perú, el segundo viejo productor, además ha cumplido sus objetivos de erradicación, que son más modestos. Esos logros son ilusorios. En entreambos países la producción total de coca ha aumentado de forma inexorable. Según las estimaciones del gobierno estadounidense, la producción de cocaína en América Latina se ha duplicado con creces en la última lapso, hasta alcanzar las 2.400 toneladas anuales. Ello es consecuencia, en parte, del aumento de la productividad, con una plantación más densa, riego y mejores técnicas agrícolas. Ahora se ha detectado coca en Honduras y Venezuela, donde es un cultivo nuevo. En Colombia, el objetivo de la represión ha sido trasladar el cultivo a zonas montañosas remotas, parques nacionales y otros espacios protegidos, donde causa daños ambientales y es más difícil de erradicar.
Los expertos coinciden en que la erradicación forzosa no da empleo a una disminución sostenida de la proposición. Son partidarios de promover alternativas legales a la coca y esperar en la erradicación voluntaria. Es poco más manejable de proponer que de hacer. "Acaecer de un consenso a la construcción de políticas públicas requiere mucha capacidad ministerial sobre el contorno", afirma el criminólogo Daniel Rico. En teoría, los gobiernos colombianos llevan desde el 2006 intentando animar la seguridad y la presencia del Estado en las zonas rurales, pero no lo han conseguido. En cambio, algunos aspectos del negocio de la droga han sido objeto de una legitimación de facto, dice Rico. Los agricultores rara vez son procesados por cultivar coca, y la viejo parte del jalbegue de fortuna y del suministro de insumos químicos queda impune.
La heredad de un negocio ilegal conspira contra quienes combaten la droga. El precio de traspaso al notorio de la cocaína está determinado por el aventura, no por los costes, y es quizás unas 60 veces más elevado en una calle californiana que en una predio andina. La legitimación sería la posibilidad sensata. Sin secuestro, hay pocas pruebas de que sea políticamente viable.
La consecuencia es que los gobiernos latinoamericanos tienen que enfrentarse a la fea sinceridad del crimen organizado. Las multiformes mafias que trafican con drogas se consolidan o se fragmentan, actúan con viejo o pequeño violencia, según los gustos y las circunstancias locales. Lo que sí es constante es su acumulación de poder marcial, político y financiero, ya que la cocaína se ha convertido en un negocio universal. El próximo presidente de Colombia podría tener más éxito si, en empleo de provenir plantas de coca, consigue mejorar la seguridad rural e impulsar la actividad económica constitucional.
© 2022 The Economist Newspaper Limited. All rights reserved.
Traducción: Juan Gabriel López Guix
Publicar un comentario