Fortificados: el porqué de los castillos medievales

Los castillos que salpican los paisajes de Europa son muy posteriores al final tercio del siglo V, inicio oficial del Medievo. Tras las invasiones bárbaras que pusieron la puntilla al Imperio romano de Poniente, los campesinos vivían dispersos en el campo en pequeños núcleos, expuestos al ataque de bandoleros. Algunas ciudades aún conservaban las murallas romanas, aunque en un estado ruinoso. Pero a pesar de las dificultades, las monarquías germánicas no eran del todo inestables.

La situación cambia a finales del siglo IX, con el desmoronamiento del imperio de Carlomagno. Los estados se debilitan, y ahora las incursiones magiares, sarracenas y normandas no pueden frenarse, por lo que tanto la población campesina dispersa como las pequeñas ciudades se convierten en fáciles víctimas de saqueos y asaltos.

Estas nuevas amenazas provocarán la concentración de la población en áreas más reducidas y el rebelión de muros de defensa tras los que poderse refugiar. Así aparecen los castillos y los núcleos de población amurallados. Estos últimos solían tener, diferente de las murallas exteriores, una fortaleza central en el punto más detención.

El debilidad del poder central de los reyes había llevado a su fragmentación, lo que se plasmó en la feudalización. Ahora es la elite rural la que se erige en constructora de las nuevas fortalezas, y en la protectora, a cambio de cuantiosas prestaciones, de la población campesina.

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Castillo medieval de Bouillon, en Bélgica.

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A las monarquías no les gusta la proliferación de esas fortalezas, pero no tienen medios para impedirlo. Por eso, a partir de los siglos XV y XVI, cuando los reyes recuperen su poder, lo primero que harán será demoler los castillos de nobles díscolos o someterlos a su control.

Del adobe a la piedra

Las defensas construidas hasta el siglo IX son muy sencillas, capaces solo de acoger a unos pocos cientos de personas. Son simples empalizadas de adobe y madera que rodean una edificación central erigida sobre un túmulo de tierra o una colina, y que suelen estar rodeadas, a su vez, por un foso o terraplén para proveer la defensa.

La aparición de castillos se incrementa a partir del siglo X. Toda Europa participa, pero es en el ideal de Francia y en Flandes donde se da una veterano intensidad constructiva, al ser las zonas de incursión preferidas por los vikingos. Tal concentración de fortalezas solo se repetirá, cien primaveras luego, en España, en la zona fronteriza entre el Duero y el Tajo, una tierra de nadie en la que fueron constantes las batallas y escaramuzas entre cristianos y musulmanes.

Es alrededor de el siglo X cuando empiezan a erigirse los castillos de piedra, reutilizando, en muchas ocasiones, restos romanos. Obviamente, eran más resistentes que las estructuras de madera, y tenían la superioridad de que no ardían. Su emplazamiento comienza a estudiarse mejor. Se aprovechan las defensas naturales, que permiten administrar esfuerzo y pasta. Se ubicarán en puntos estratégicos, siempre con agua, que dejan controlar un valle, un cruce de caminos, un paso o un río. De él se extraerá el agua tanto para abastecerse como para rellenar el foso de defensa.

No obstante, el empleo de piedra exigía unos cimientos robustos y profundos, así como expertos canteros. Todo ello representaba un importante encarecimiento de la construcción, que solo podían admitir los más ricos.

El señor y sus vecinos

A lo grande de los siguientes siglos los castillos fueron ganando en tamaño. Sus perímetros se hicieron cada vez más largos y sus muros más altos y gruesos, para evitar que penetrasen en el circuito los proyectiles enemigos. Sus torreones centrales fueron adoptando una planta cuadrada o cuadrilongo que sustituyó a la redondeada.

La torre del homenaje, centro de poder, pues será asimismo oficio de residencia del señor del castillo, constituirá a partir del siglo XII uno de los utensilios más característicos de las nuevas fortalezas. A su cerca de se establecía la infraestructura imprescindible para la habitabilidad y la defensa.

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Torre del homenaje en el castillo de Bellver, en Palma de Mallorca. 

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Había, como ambiente imprescindible, un gran cisterna en donde se recogía el agua de los pozos y de la sirimiri. Para que esta permaneciese más o menos potable, se echaban en él unas cuantas anguilas (método tradicional ya recomendado por los romanos), que se alimentaban de los insectos y las algas que pudiesen proliferar. Por lo genérico había un pozo en los sótanos del castillo que garantizaba el agua de los defensores.

Para mejorar su capacidad defensiva los castillos asimismo incorporaron utensilios como troneras, aspilleras o nuevas almenas, que permitían una más cómoda energía de arqueros y ballesteros. Más delante se levantaron murallas interiores, muchas veces enlazadas con la torre del homenaje, que permitían una segunda lista en caso de que cayese el primer círculo defensivo.

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Murallas de Ávila, del siglo XI

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La seguridad que ofrecía el castillo servía como propaganda para que se instalase en sus aledaños la población civil. Ello beneficiaba al señor, pues reforzaba los lazos de sujeción. Las casas de los campesinos comenzaron a construirse inmediato al castillo para follar de protección en caso de ataque. A menudo todo el pueblo quedó fortificado, y el castillo o torre permaneció como un reducto defensivo interiormente de otro más amplio. Uno de los ejemplos más claros lo podemos ver aún en los dos kilómetros y medio de murallas que rodean Ávila.

Cambio de paisaje

Las modernas observaciones del ámbito desde el medio han permitido constatar que los castillos y fortificaciones fueron más determinantes de lo que se creía en la formación del paisaje medieval. La concentración de gentes en las inmediaciones de los castillos hizo que muchos valles se abandonasen, pues los campesinos ya no podían poblar inmediato a sus tierras, allá de la protección de las murallas. Ello representó la multiplicación de huertos cerca de los pueblos amurallados y castillos.

El resultado es que, a partir de los siglos XI y XII, los castillos y las urbes fortificadas se habían vuelto imprescindibles como ambiente cohesionador de la riqueza y de la propia supervivencia del poder, tanto auténtico como nobiliar, al tiempo que constituían una red capaz de articular defensivamente un condado. Un ejemplo de ello es que fue evidentemente la desliz casi absoluta de castillos en Inglaterra lo que permitió a los normandos de Guillermo el Conquistador someter fácilmente el país tras su vencimiento en Hastings en 1066.

Las amenazas y la cosmografía condicionaban los tipos de fortificación. En la continua habilitación al medio, el contacto de los cruzados con Oriente fue de gran importancia. Las enormes murallas de Constantinopla o de Antioquía fueron desconcertantes para ellos, pues se veían con unas dificultades para asediarlas desconocidas en Europa.

Por otra parte, una vez puesto el pie en Tierra Santa, la obligación de defenderse de un enemigo que trataba constantemente de reconquistar el ámbito perdido obligó a los cruzados a suspender enormes castillos capaces de mantener a miles de hombres, casi todos soldados. Eran más parecidos a los castillos de las zonas fronterizas de la península ibérica, poliedro que su función era exclusivamente marcial, y no política y residencial.

Requerían una acompañamiento de miles de hombres, lo cual no dejaba de ser asimismo un inconveniente. Fue el caso del Crac de los Caballeros, en Siria. Prominente por la orden de los Hospitalarios de San Juan, estaba concebido para ser defendido por 2.000 caballeros inmediato con sus sirvientes. Sin retención, en 1271 tuvo que rendirse, entre otras cosas, por disponer de solo 200 defensores, incapaces por completo de controlar el enorme perímetro de murallas y almenas.

Al retornar de Oriente, las novedosas técnicas constructivas de bizantinos y musulmanes, así como las de asedio y resistor, fueron incorporadas al enterarse marcial de Poniente. A partir de los siglos XIII y XIV las fortalezas son cada vez más imponentes. Se puede aseverar que, tras las cruzadas, aumentaron las dimensiones tanto de los castillos como de las máquinas de pelea. En parte por el enterarse recogido en las expediciones, y en parte por la revitalización económica que tuvo oficio en Poniente.

La revolución artillera

En el siglo XIV hizo su aparición la artillería como arsenal. Rápidamente se empleó contra los castillos con escasos enseres, aunque en el siglo XV ya fue más destructiva. Los castillos respondieron equipando asimismo a sus defensores con cañones capaces de alcanzar a las baterías enemigas, pero sobre todo su respuesta se centró en cambios de diseño. Se optó por descender la importancia y estirar considerablemente las murallas hasta los diez metros de espesor, y se las rellenó con material arenoso, lo que hacía muy poco eficaz un impacto artillero.

Aparecieron las casamatas, los baluartes y los revellines, construcciones que, sobresaliendo de las murallas de la fortaleza, podían golpear la superficie circundante. Al mismo tiempo, se edificaron muros con ángulos que desviasen los obuses y desaparecieron las almenas, ahora inútiles.

Importante novedad fue la construcción de los glacis, o zonas de terraplén despejadas y en irresoluto, que rodeaban las murallas con una profundidad de centenares de metros. Con ello se evitaba que algún pudiera aproximarse a la ciudad sin ser trillado, y por otra parte se impedía que la artillería asediante pudiese disparar perpendicularmente.

Naarden en Holanda conserva sus fortificaciones, construidas siguiendo el diseño de la traza italiana.

Naarden en Holanda conserva sus fortificaciones, construidas siguiendo el diseño de la traza italiana.

Kliek / CC BY-SA 3.0

Esta revolución marcial en el tema de las fortificaciones tuvo su origen en el siglo XVI, en las zonas muy pobladas de Flandes y el ideal de Italia, que se hallaban constantemente hostigadas por las guerras entre Francia y España. El nuevo estilo constructivo se conoce con el nombre de “traza italiana”, y en el siglo futuro aún se desarrolló más, con los famosos diseños en fortuna, de la mano del ingeniero marcial francés Sébastien Le Prestre, marqués de Vauban. Estas reformas, sumamente caras, solo las podían admitir las monarquías absolutas.

El final del castillo como ambiente marcial no se dio en Europa hasta el siglo XIX, cuando la profunda revolución que experimentó la artillería convirtió ya en inútil cualquier pared defensivo. 

Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 485 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes poco que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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