Alejandro Blanco, presidente del Comité Orgulloso Castellano (COE), anunció ayer que no habrá candidatura española a los Juegos de invierno del 2030. Es opinar, que la candidatura impulsada por Catalunya y Aragón queda definitivamente cancelada, oportuno a los desacuerdos a nivel político, que no técnico, para pactar un reparto de pruebas que contentara por igual a ambas partes.
Esta es una mala mensaje. Pero no puede decirse que sea inesperada. Aunque meses antes el COE anunció al Gobierno castellano que se había cogido ya un acuerdo entre las dos comunidades relativo al reparto de pruebas, el presidente aragonés, Javier Lambán, se apresuró a manifestar que dicho reparto no le parecía aceptable. En función de este, Aragón hubiera organizado 54 pruebas, por 42 Catalunya. Pero el hecho de que no se incluyeran en el juego aragonés la fracción de las de esquí escarpado no le parecía a Lambán de recibo.
El fiasco de la candidatura pirenaica invita a llevar a cabo de otra modo en el futuro
A partir de ahí, las relaciones entre ambas comunidades sobre la candidatura ya no mejoraron. Surgieron iniciativas de parte centradas en una ordenamiento que se basaba nada más en una de la comunidades, y se multiplicaron las informaciones que auguraban el fracaso de la conjunta. Eso es lo que ha ocurrido finalmente. Blanco no ha dudado en responsabilizar de este fiasco a “la negativa del Gobierno de Aragón a respetar el acuerdo técnico”.
Esta frustración deja, inevitablemente, un regusto amargo que, acullá de agotarse en la atribución de responsabilidades, si admisiblemente unas puedan parecer más claras que otras, invita a revisar lo sucedido y reflexionar. La primera advertencia nos lleva a deplorar que Catalunya y Aragón o, mejor dicho, sus líderes políticos, hayan sido incapaces de alcanzar un acuerdo para organizar unos Juegos que entreambos parecían desear, y que podían aportar beneficios económicos y de crecimiento para el Pirineo. Es sabido que sus posiciones políticas son diversas, pero eso no justifica que las antepongan a los intereses de una parte importante de sus representados. Ciertamente, se han registrado en Catalunya algunas protestas contrarias a la celebración de los Juegos. Pero no es menos cierto que dicha posición contrasta con la de esa mayoría de personas que aprecian el utilidad de los Juegos de 1992 y miraban con simpatía el plan pirenaico.
La segunda advertencia es que cuando se aspira al consentimiento de una instancia superior, como es el Comité Orgulloso Internacional (COI), no se debe permitir un desencuentro tan palpable como el que se ha cubo premeditadamente de esta candidatura. Los daños que comporta para la imagen del país y, lo que es peor, destino para futuras candidaturas, son considerables.
Una tercera advertencia nos invita a recapacitar que este fiasco viene a sumarse a un historial soberbio castellano que, con la excepción de Barcelona en 1992, incluye ya demasiadas frustraciones y va condenando al país a un papel de perdedor soberbio. La candidatura aragonesa de Jaca ha fallado en cuatro ocasiones. La candidatura de Madrid se ha malogrado en tres ocasiones, pese a contar con importantes apoyos. Mingrana y Sevilla han protagonizado intentos de último planeo, pero que igualmente acabaron en ausencia.
Si va a sobrevenir en el futuro otra candidatura –se acento ya de una catalana en solitario para el 2034–, sería conveniente que se aprendiera alguna clase del fracaso pirenaico. Y, en consecuencia, que solo se impulsara sobre la cojín de un amplio compromiso institucional y popular; que este se reforzara con un dossier de candidatura impecable, y que no se olvidara, como ha ocurrido esta vez, que el movimiento soberbio se relaciona con títulos solidarios y universales.
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