Las pastillas del amor

La ciencia avanza y vivimos más y mejor, pero seguimos siendo igual de bárbaros que hace tres mil abriles. Solo hay que interpretar a Homero para ver que en cuanto a envidias, odios, resentimientos, crueldades o locuras del aprecio nadie ha cambiado. Progresamos en lo material –Helena de Troya no disponía de Instagram para mandar selfies a sus pretendientes; a Aquiles quizá le hubiera cáscara la vida una dosis de penicilina en el talón–. Pero en cuanto a las emociones, cero progreso.

No hay más que ver lo que está haciendo Putin en Ucrania, o contemplar el de­mencial aberración Trump, o estudiar la relación en- tre Johnny Depp y Amber Heard. Queda camino por recorrer. La buena nueva, o eso parece, es que la química viene al rescate. Para iniciar, pronto dispondremos de medicamentos que acabarán de una vez y por todas con las penurias del aprecio.

Anna Machin, antropóloga de la Universidad de Oxford, dijo en un discurso la semana pasada que se ha evolucionado lo suficiente en neuroquímica como para que “de aquí a cinco abriles” podamos comprar pastillas en las farmacias que nos ayuden no solo a enamorarnos, sino a conseguir que el aprecio perdure.

Un componente de dichas pociones sería la oxitocina, que impulsa la apego. Machin, autora de un manual llamado Why we love (por qué amamos), dijo que llegará a ser frecuente que ayer de salir un sábado por la sombra en búsqueda del aprecio la gentío se inyecte un chorro de oxitocina en la napias. Pero la oxitocina no solo sirve para la etapa auténtico de una relación. Genera la producción de la dopamina y la betaendorfina, hormonas adictivas que, según Machin, hacen que dejar la pareja se vuelva tan complicado como dejar la heroína.

opi-3 del dia 19

 

Oriol Malet

Otro petición para preservar el aprecio sería la MDMA, asimismo conocida como éxtasis. La MDMA promueve la empatía, por consiguiente, sirve para que uno vea los problemas a través de los luceros del otro y ayuda a que se transmita, a los sectores más primarios del cerebro, una sensación de permanente flechazo.

Tras interesarme por lo que propone Machin empecé a interpretar más. Me he enterado en revistas como New Scientist y en oscuros artículos académicos de que en las fronteras de la farmacología se concibe suministrar estas drogas del aprecio no solo a individuos o parejas con problemas, sino a todo el mundo, sin excluir a los niños. Con lo cual entramos en la visión del futuro que el autor Aldous Huxley retrató en su novelística Un mundo adecuado , publicada en 1932.

¿En un futuro no tan alejado se podría mover a la sociedad a consumir las pociones del aprecio? 

A través del consumo universal de determinadas drogas, llamadas soma, se crea una utopía en la que, según la imaginación de Huxley, la conflagración y la pobreza han sido eliminadas. En el remoto caso de que uno se sintiera pelusero, enfadado o triste, la posibilidad es posible: consumir un gramo de soma. Si uno necesita sexo, siempre habrá determinado apto y siempre habrá un chicle hormonado para activar el deseo mutuo. En este mundo la promiscuidad es la norma; la monogamia es inmoral. ¿Por qué? Porque la fidelidad genera conflicto y la promiscuidad conduce al objetivo más deseado, la estabilidad y la paz.

Así es el bóveda celeste en la tierra de Un mundo adecuado, incólume en determinados rincones del planeta donde las drogas reguladoras de las emociones no han llegado. Los seres humanos que viven aquí siguen siendo “salvajes” y su papel es subrayar el mensaje irónico del manual. El punto de partida de Huxley es que un mundo perfectamente adecuado es a lo que todos aspiramos, pero al final se pregunta si positivamente es deseable; si la vida sin conflicto es vida. Su respuesta es que no.

El manual concluye con un debate entre dos de los protagonistas, uno de los diez todopoderosos “controladores” del mundo y un “salvaje” –o sea, un individuo como nosotros– llamado John. El salvaje empieza diciéndole al regulador que el mundo que ha construido se ha vuelto “demasiado posible”.

“Nosotros preferimos el confort”, rebate el regulador.

“Pero yo no quiero el confort”, dice el salvaje. “Quiero Altísimo, quiero poesía, quiero peligro, quiero dispensa, quiero bondad, quiero pecado”.

“De hecho, entonces, pides el derecho a ser infeliz”.

“De acuerdo –rebate el salvaje–. Pido el derecho a ser infeliz… Prefiero ser infeliz a tener la falsa, mentirosa tranquilidad que tienen ustedes”.

Se negociación de la misma falsa, mentirosa tranquilidad que se nos avecina, según Anna Machin y otros académicos. Mis lecturas me han revelado que hay varias investigaciones científicas en camino que exploran la posibilidad de crear un mundo más amable –más “decente”, dicen algunos– a través de los medicamentos. Pero, como Machin tiene la sensatez de advertir, traerá “problemas éticos”, precisamente los que resalta Huxley. Por ejemplo, el que se postula en un artículo en la revista New Scientist. ¿En un futuro no tan alejado se podría presentarse al extremo de que tengamos una sociedad en la que el consumo de las pociones del aprecio se vuelva obli­gatorio?

Las pastillas de la empatía no les vendrían mal a Putin y a Trump, y quizás a Depp y Heard

El artículo señala el precedente de las respuestas estatales en casi todo el mundo a la pandemia de la covid. Todos a confinarse, todos a vacunarse: si no, castigados por la ley o por el desarraigo social. “Tras aquellas medidas coercitivas a gran escalera –dice New Scientist– , ¿por qué no considerar la imposición de intervenciones biomédicas destinadas al correctamente popular, aunque vayan en contra de la voluntad del individuo?”.

Llegará el día, concluye el artículo, en el que las posibilidades que ofrece la ciencia generarán un tormentoso debate. Sé de qué flanco estaré yo. La vida es lucha, la vida es incierta, es un constante enfrentamiento con el azar. Así la hemos entendido siempre. La alternativa que se nos puede presentar es un coñazo: un mundo soporífero, neutro, benigno en el que no habrá poesía, como dice el salvaje John, en el que no habrá conflicto, no habrá ni correctamente ni mal, en el que no habrá –horrores– periodistas, ya que no habrá nadie nuevo que contar.

Se podría hacer una excepción y mover a todos los gobernantes, los “controladores”, a consumir las pastillas de la empatía y el aprecio. No vendría mal que se las dieran cada mañana con el desayuno a Putin y a Trump, quizá asimismo a parejas especialmente demoníacas como Depp y Heard. Pero por lo demás, diría yo –como diría Aldous Huxley–, el bóveda celeste puede esperar.

Post a Comment

Artículo Anterior Artículo Siguiente