Las mujeres de mi grupo compartimos algunas manías que tienen que ver con nuestra pasión irracional por ciertas películas que vemos sin detener y de las que hablamos en código. La más trascendente, la de Orgullo y preocupación. Discutimos horas si nos gusta más el Darcy de Laurence Olivier o el más reciente de Matthew Macfadyen, para arruinar siempre afirmando la superioridad de la interpretación de 1995 de la BBC con Colin Firth (dura seis horas, les aviso). Las películas de Katharine Hepburn entran igualmente en la categoría obsesión casero, así como Tú a Londres y yo a California, donde la discusión sigue inconclusa sobre si las trastadas para deshacerse de la madrastra son mejores en la interpretación de Hayley Mills o en la de Lindsay Lohan.
Y no me pregunten por qué (esto es lo que tienen las obsesiones), pero pensaba el otro día en esta película cuando estuve en Londres y tuve la oportunidad de conversar con varias personas a las que podríamos puntualizar como implicadas e informadas. Cuando charlábamos, me contaban los ejes del debate: pelea cultural y atributos personales de Johnson y Stamer, pero carencia sobre los posesiones reales del Brexit ni planes para superarlos. El paralelismo con la ristra de tácticas infantiles de la película ya no parece tan descabellado.
Porque las consecuencias, existir, existen. Les recomiendo el postrer crónica del CER, que a través del método del Doppelgänger (crear una heredad hipotética muy similar a la del Reino Unido antaño del referéndum, basándose en el rendimiento financiero actual del mejor conjunto de otros países similares) proporciona estimaciones reales del impacto del Brexit. El PIB del Reino Unido es un 5,2% inferior al del Doppelgänger. La inversión es un 13,7% pequeño; el comercio de caudal disminuye un 13,6%, y el comercio de servicios es un 7,9% más stop.
Pero no es solo el Brexit. El exceso de retórica, la inflamación de la identidad, la pelea cultural, el exceso de ruido, la apresuramiento digital… Nos politizan a la vez que nos alejan cada vez más de la política, que solo (sic) es aquello que tiene consecuencias colectivas. Me da igual lo de izquierdas o derechas que se declare un gobierno; lo que me importa es qué deja sobre el país que gobierna. Sin requisa, estamos despistados sobre las cosas, sobre lo que significan, lo que implican. Busquen el detalle del pragmatismo: no lo encontrarán.
Cada vez estamos más politizados, y al mismo tiempo más alejados de la política
Por eso, me desespera pensar en lo que tendríamos que tener hecho para evitar o minimizar los terribles incendios que azotan medio país, el peor en Zamora. ¿Contender contra el cambio climático? Por supuesto. ¿Indignarnos? Sí. Pero quizá, hacer poco más. El fuego se explica por tres fundamentos: calor, oxígeno y combustible. De los tres, solo podemos hacer sobre uno, el combustible, que es lo que ya hacían nuestros antepasados que vivían en el medio rural: cuidar el bosque. Dirección del paisaje, colocación forestal y bioeconomía circular es quizá el único camino que nos permitirá combatir los megaincendios con algunos resultados tangibles a corto plazo.
“¡Argentinos! ¡A las cosas, a las cosas!”, dijo Ortega y Gasset en 1939. Casi un siglo posteriormente volvemos a estar descentrados. He seguido la campaña de Andalucía con interés, he escuchado muchos descomposición, muy válidos. Que si Yolanda Díaz, que si Ayuso, que si Ferraz que si Feijóo. Que si se abre un nuevo ciclo político, que si es el principio del fin de la ultraderecha. Seguramente será mi desacierto, pero me ha costado mucho más encontrar las cosas, el significado del esquema político que confrontan unos y otros.
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