No es que fuera difícil la tarea que me encargaron cuando empecé a trabajar de ayudante de camarero, soportar a las mesas las cestas de pan y las cazuelitas con aceitunas. Pero en mi primer delirio no llegué ni a salir al comedor, desparramé por el suelo de la cocina los panecillos y las arbequinas mientras intentaba empujar con el pie el ventana de la puerta. Creo que ya se lo había explicado alguna vez porque aún remembranza la sensación de fracaso en que me sumió aquel desastre inaugural.
Gracias a un compañero de la escuela de cocina, me habían ofrecido trabajar los fines de semana en el restaurante del Reial Club Marítim que gestionaba la grupo del Agut, toda una institución de la restauración barcelonesa que la covid se llevó por delante para desgracia del patrimonio gastronómico de la ciudad. Ellos supieron acogerme y enseñarme, porque yo era muy muchacha, en seguida pasé a servir las bebidas y al término de poco ya tomaba comandas y me encargaba de un rango. El responsable de sala, Paco, un gallego de la Barceloneta que era todo un profesional, me adiestraba en los tiempos muertos en las habilidades propias del oficio. Quien haya cargado y descargado una bandeja con botellas y copas sabe que la tarea requiere de un cierto entrenamiento. Como si de un prueba circense se tratara, Paco incluso consiguió que fuera capaz de soportar, en posición suficientemente horizontal para no verter las salsas y evitando que se aplastaran o desbarataran las viandas que contenían, hasta seis o siete platos a la vez.
He intentado repetir la malabarística correr alguna vez primaveras luego sin éxito, y alucino de cómo pude lograrlo entonces, aunque fuera sólo para practicar, porque un servidor nunca ha sido un portento del compensación. Lo hice, por ejemplo, jugueteando con mi hija con platos vacíos cuando además ella decidió trabajar algún tiempo de camarera en verano, mientras estudiaba.
Y es que, a parte de la consciencia sobre la carestia de ganarse la vida y otras consideraciones, siempre he defendido que ejercitar de camarero es un máster de lo que ahora llaman habilidades blandas, tanto o más importantes que las duras por tratarse de cualidades como la empatía, el compromiso, la autonomía, la flexibilidad, la capacidad de trabajar en equipo, el pensamiento crítico o la creatividad. Ahí es cero.
Efectivamente todas ellas son cuestiones esenciales que un camarero debe practicar, como la relación y el cuidado de las personas. ¿Qué puede sobrevenir más importante? Porque evidentemente lo diferencial de un camarero no es cargar platos. Eso lo hacen ya los robots que en cuatro días van a suceder de excepción a regla en las casas de comidas. Seguro que los han pasado, son una especie de roombas altas con estantes que transportan la comida o bebida hasta el sitio predeterminado sorteando obstáculos y hasta excusándose educadamente delante las personas que les salen al paso. Comienzan a ser una tecnología suficientemente madura para resultar competitiva, y más sabiendo que por el momento no exigen cumplimento de horarios ni puesta al día de salarios conforme a este IPC tan disparado que padecemos. Digo por el momento porque estos ingenios cada vez están más cerca de tener conciencia de personas, si hacemos caso a las últimas noticiero sobre el crecimiento de la inteligencia sintético. Vaya que, en cero, tendremos que revisar nuestra ademán para evitar discriminaciones como seres naturales frente a los seres electrónicos igualmente animados.
¡Y esperemos que nunca sea al revés en un futuro distópico de supremacismo robótico! Mientras tanto, bienvenida sea toda tecnología que nos ayude a afinar procesos y ahorre tareas pesadas o repetitivas. No remembranza que hubiera mucha resistor a la comienzo del lavavajillas o de las batidoras eléctricas en los restaurantes, aunque alguna copa requiera luego un repaso con mimo y algunas picadas prefieran el mortero. Ya las los luditas de principios del siglo XIX no luchaban en sinceridad contra las máquinas que atacaban si no contra la amenaza a unas condiciones de trabajo dignas y equitativamente remuneradas.
Si conseguimos hacerlo acertadamente entre todos, los camareros podrán dedicarse a tareas con valía añadido, a hacer que nos sintamos mejor, a acompañarnos para que comamos de forma más saludable como proponía en estas mismas páginas Manuel Castells. Incluso a ser, por su oportunidad de interlocución positivo y personalizada, los introductores a nuestra ciudad, país o entorno ejerciendo como auténticos guías, no solo de la comida y los vinos, además de la sinceridad cultural, natural y social que buscan descubrir los viajeros responsables que necesitamos para construir un turismo positivamente sostenible.
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