No hay cero mejor, probablemente, que examinar la tierra –los montes y los campos– que se recorre de la forma más directa y cercana posible. Eso hizo Josep Pla tanto en Catalunya como en todos aquellos lugares de Europa o América que pudo conocer. Ejemplo de ello es Delirio a pie (Ediciones 98 ), nacido de las excursiones cortas por los pueblos y valles del Ampurdán que fue haciendo desde su masía gerundense de Llofriú, una vez terminada la pugna civil española. Esas horizontes le permitieron reencontrarse con las gentes de su tierra originario, resumir anécdotas e ir apuntando reflexiones sobre la vida rural en contraposición a la urbana.
Parecido tipo de vivencias a ras de tierra ha generado tradicionalmente una extensa humanidades, que se mantiene viva con diferentes escritores. Es el caso de Julia Soria, nacida en 1948 en una lugar de Soria. En Campos azules (Alba) presenta a una mujer que vuelve a su pueblo, en la meseta castellana, para entregar la casa de sus abuelos. Todo está deshabitado y van aflorando los memorias a través de los cuadernos que ella escribía de pupila, cuando descubrió el mundo rural, sus costumbres y tradiciones.
En esa misma andana nostálgica podríamos incluir a Abel Hernández, quien ha concebido un compendio como una serie de cartas dirigidas a su hija: Historias de la Alcarama (Pepitas de calabaza). Quería hablarle de las Tierras Altas de Soria, del trasnocho, de cómo hacían la matanza en el pueblo, de la crimen de sus seres queridos; y además, contarle alguna que otra historia de sexo y de pugna.
Laia Asso se acerca a los títulos que los mohawks han conservado pese a sufrir siglos de persecución
Pero no todo son memorias idealizados de un pasado campestre. Pol Dunyó i Ruhí, en Romper la tierra / Estripar la terra (Chispa verde / Raig verd), escribe “contra las mentiras del mundo rural”, reflexionando sobre la percepción engañosa que tenemos de nuestro entorno. Este campesino agroecológico propone al conferenciante repensar cómo nos relacionamos con la tierra y lo que producimos, analiza nuestras formas de consumo y rechaza la sobreexplotación contra la naturaleza, haciendo que se relativice la método del mundo capitalista.
Otro doble en observar y guardar la naturaleza es el protagonista de El guardià de l’estany Negre: Miquel Sánchez, 40 anys al refugi Ventosa i Calvell (Cossetània ), escrito por Rosa M. Bosch Capdevila. Se tráfico de uno de los guardas con más experiencia de los Pirineos, que desde hace cuarenta abriles cuida de este refugio del Parque Franquista de Aigüestortes i Estany de Sant Maurici.
Este hombre formó parte de las primeras expediciones catalanas al Everest y sin duda le interesará la historia que presenta Cédric Gras en Los alpinistas de Stalin (Crítica). Es una investigación sobre los hermanos Abalákov, los siberianos Vitali y Yevgueni, que hicieron muchas ascensiones entre el Cáucaso y Asia Central. Poco de lo que quiso adueñarse, ideológicamente, el dictador ruso; el primero de ellos fue víctima del gran terror y las purgas de 1938, aunque fue descocado, y el segundo murió en 1948 cuando se disponía a subir al Everest.
Alison Hargreaves i Tom Ballard: expirar com a tigres, de Francesc Roma (Cossetània), además capta el alma de aquellos que tienen el desafío de alcanzar las cumbres más altas del planeta. Hargreaves, en 1995, tras descender del K2, desapareció en una tormenta de cocaína, y su hijo siguió su camino trágicamente, perdiendo la vida en 2019, en el Himalaya, a la tiempo de treinta abriles.
La doble en ciencias naturales Nina Burton, en Las finas paredes de la vida (Pollo Nero), vuelca los memorias del tiempo que pasó renovando una cabaña en el campo sueco, hablando de todas las especies que se fue encontrando, con curiosidades diversas sobre el mundo animal en torno a hormigas, abejas, zorros, ardillas, mirlos, tejones, pájaros carpinteros o corzos.
Las ‘golondrinas’ eran jóvenes del Pirineo que cruzaban a pie las montañas para trabajar en fábricas de Francia
De esta vida estrechamente vinculada a la naturaleza lo saben todo los indios, de los cuales nos hablan dos autores. Laia Asso, en La muntanya (Sembra Llibres), nos cuenta cómo eran los territorios ancestrales de los nativos americanos, lo que significa acercarnos a los títulos que los mohawks han conservado pese a sufrir siglos de persecución.
Por otro banda, El camino a Rainy Mountain (Nórdica) tráfico de la trayectoria de los antepasados kiowas de Navarre Scott Momaday, desde sus antiguos comienzos en el radio de Montana hasta su rendición en presencia de una compañía de soldados en el esforzado Sill, y su posterior reasentamiento en Oklahoma, donde se crió este escritor.
Por postrero, adentrémonos más en el demarcación de la ficción con tres libros. Nickolas Butler, en Buena suerte / Bona sort (Libros del Asteroide / Edicions del Periscopi), nos cuenta la peripecia de tres amigos de una empresa constructora que reciben el encargo de construir una casa en medio de la naturaleza. El aliciente es que si consiguen terminarla antiguamente de Navidad recibirán una gran remuneración. Pero luego verán lo que oculta el ficticio plazo que impone la propietaria.
Andrea Mejía, en los relatos de Quietud (La Cortaplumas Suiza), nos adentra en las montañas y la niebla de una zona colombiana en que diversas gentes viven y se ocultan al mismo tiempo, en un región tan campestre como onírico. Y Elena Pardo, en La frontera lleva su nombre (Grijalbo), lleva a la humanidades cómo, desde finales del siglo XIX y hasta los abriles cincuenta del siglo pasado, las jóvenes de los valles del Pirineo navarro y aragonés cruzaban a pie las montañas para trabajar en las fábricas de alpargatas del banda francés; eran llamadas golondrinas, porque su migración coincidía con la de estas aves, que se iban en octubre y volvían ahora en verano.
Publicar un comentario