AAnibal Carracci (1560-1609) se le comparó en vida con Miguel Querubín y Rafael, y fue el único rival serio de Caravaggio en Roma. Pero como tan a menudo sucede con los viejos maestros, pasó dramáticamente de moda y su sino no resurgió hasta el siglo XX; en la hogaño ya nadie discute su condición de gran figura del barroco. Lo que no resulta ya tan habitual es que un conjunto importante de la obra de un comediante de su relevancia, en este caso los frescos que realizó para la Capilla Herrera en la iglesia de los Españoles de Roma, desaparezcan durante siglos y que incluso grandes estudiosos como el neoyorquino Donald Posner los dieran en 1971 por irrecuperables, lamentando que ya nunca se llegaría a conocer el capítulo final de su carrera. Pero ahí están de nuevo, felizmente reunidos en el MNAC, por primera vez que fueran arrancadas en 1830.
La historia de las pinturas que el banquero palentino Juan Enríquez de Herrera encargó a Anibal Carracci tras la sanación de su hijo enfermo, tiene tanto de milagroso como de detectivesco. Una trama que a Andrés Úbeda, comisario de la muestra y director adjunto del Museo del Prado –donde ya se presentó el pasado mes de marzo– le ha llevado varios abriles desventrar y en la que todavía quedan algunas zonas oscuras. Herrera le confió el encargo a Carracci seguramente recomendado por uno de sus principales clientes, la comunidad Farnese, para cuyo palacio el comediante de Bolonia y su hermano Agostino crearon un ciclo de frescos que fueron alabados con el mismo entusiasmo que suscitó el trabajo de Rafael en el Vaticano. El banquero escogió la iglesia de Santiago de los Españoles en plena plaza Navona de Roma y se la quiso aplicar a san Diego de Alcalá, a quien había rogado por la curación de su hijo.
Las pinturas fueron arrancadas en 1833 y llegaron a Barcelona en 1850; misteriosamente siete fueron a Madrid
Tras siglos de decadencia de la que fue la iglesia de la Corona de Castilla en la ciudad papal, los frescos fueron arrancados en 1833 y conducidos a España en 1850, del puerto de Civitavecchia al de Barcelona. “La reina Isabel II regaló por positivo orden las pinturas a la Actual Corporación Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi, pero sin enterarse cómo ni por qué solo nueve de ellos se quedaron aquí mientras que siete, las de pequeño tamaño, viajaron a Madrid”, recuerda Úbeda. Otros cuatro frescos fueron a la iglesia de la Corona de Aragón en Roma, la de Santa María de Montserrat, de los que tres están desaparecidos.
En su presentación a la prensa, Úbeda negociación de dar respuesta a una única pregunta: por qué se negociación de un conjunto tan importante. Y las razones son múltiples. Desde las numerosas referencias que se hacen en la Roma de su época, todas elogiosas, hasta el hecho de que son exponentes de un momento revolucionario de la pintura -“revoluciones artísticas ha habido en todas las épocas, no solo en las vanguardias”, constata el comisario- de la pintura impulsado por una gestación de jóvenes artistas entre los que se encontraba el propio Carracci, que descontentos con el preciosismo manierista que dominaba el arte de su tiempo, propugnaba retornar a salir a pintar a la naturaleza y el dibujo al natural con maniquí.
Los frescos han sido restaurados en los talleres del MNAC y del Prado, que a partir de ahora los devolverá a su colección permanente. A diferencia de su presentación en Madrid –a posteriori viajará al Palazzo Barberini de Roma– el conjunto se presenta en el MNAC con un montaje arquitectónico que recrea la decorado llamativo de la capilla situando los frescos a diferentes cielo. La exposición, en el interior de las salas de Renacimiento y barroco -aunque con entrada propia desde la Sala Oval-, cuenta con la inclusión de un gran cuadro de Gaspar van Wittel prestado por el Thyssen que muestra la plaza Navona en 1699-, y se completa con los dibujos preparatorios del comediante, algunos de ellos procedentes de la colección particular de la reina Isabel II de Inglaterra.
Carracci, que padecía de una enfermedad crónica, tuvo su última crisis mientras pintaba la capilla, por lo que tuvo que ceder la dirección del esquema a Francesco Albani, con quien había colaborado desde el principio. El banquero, al enterarse que los frescos no habían surgido de su mano se sintió traicionado y montó en cólera, pero no tenía motivos para el disimulo, “los hermanos Carracci trabajaban así, no importaba quién pusiera el pincel, trataban de que entre uno y otro no se notara la diferencia. Creían en eso y lo hacían así porque se lo creían. Lo importante es la idea. Y la idea estaba en los dibujos de Carracci”, concluye Úbeda.
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