Los niños de los demás, siempre, por todas partes. Lo peor es en el autobús, cuando no tienes subterfugio. Tengo la espalda sudada y estoy de mal humor. El sol entra de pleno por las ventanas sucias y el autobús lleva empachado desde Drammen, aunque se supone que te garantizan un asiento, se ha subido clan tanto en Kopstad como en Tønsberg y Fokserød, y ahora tienen que ir de pie, bamboleándose y agarrándose como pueden. En el asiento detrás de mí, va un padre con un niño de unos tres años, el niño está viendo El bosque de Haquivaqui en el iPad, con el sonido activado. El sonido es penetrante y hueco, las pocas veces que el padre intenta apearse el masa, el niño chilla arrebatado y lo vuelve a subir.
Si leo el volumen que traigo me mareo y casi no me queda batería en el móvil, así que siquiera puedo escuchar un pódcast, no oigo más que pum y pam y las canciones metálicas del ratón Claus y «el más libre del punto mi osito va a mantenerse». Cuando nos acercamos al túnel de Telemarksporten, se me acaba la paciencia y me vuelvo con destino a el padre, que es un chavea hípster con barba y un moño ridículo, le sonrío de oreja a oreja y le cuestiono si pueden apearse un poco el masa, por distinción. Yo misma oigo que mi voz suena punzante y el padre se da perfecta cuenta de que me estoy regodeando, pero es que no pueden sobrellevar el sonido puesto en un autobús de larga distancia abarrotado en pleno julio, no pueden.
—Pues —dice el padre hípster, restregándose la cerviz con la mano—. ¿Molesta, o qué?
Acento con dialecto de Stavanger.
—Hombre, está un poco detención —digo, todavía con la sonrisa.
El padre se pone mohíno y le arranca el iPad de las manos al hijo, el niño empieza a chillar como un descosido, sorprendido y furioso, y el rancio casorio que va delante de mí se da la envés y me miran con reproche, no al niño y al padre, sino a mí.
—Esto es lo que pasa cuando no bajas el masa —dice el padre—. A la señora le molesta y ya no puedes ver más.
El autobús se desvía con destino a una estación de servicio donde se hace la parada para hacer pis y tomarse un café, el niño sigue chillando tirado boca en lo alto en el asiento, cojo el bolsa y me alejo a toda prisa por el pasillo dejando atrás los alaridos.
Kristoffer y Olea me esperan en Vinterkjær. Marthe no ha venido. Kristoffer es tan detención y Olea tan bajita. En otoño Olea empezará el colegio, a mí me parece demasiado pequeña para eso, es flaquita y enclenque.
—Me alegro de verte —dice Kristoffer.
Me da un buen revolcón, despliega los brazos más o menos de mi cuerpo y me aprieta.
—Igualmente —digo—. Y qué abundante tienes el pelo, Olea —añado, y le tiro de la coleta.
—Ayer Olea aprendió a nadar —dice Kristoffer.
Olea sonríe de oreja a oreja, le faltan cuatro dientes en la mandídispensa superior.
—Nadé sin que papá me sujetara —dice.
—Hala. ¿De verdad? —digo—. Eres un hachuela. —Marthe sacó una foto —dice Olea—. Cuando lleguemos, puedes verla.
—Marthe estaría vagueando en la orilla, me imagino —digo, al meter el equipaje en el maletero.
—Sí —dice Olea alegremente desde el asiento trasero—. No veas lo que vagueó.
—Esas cosas no se dicen, Olea —dice Kristoffer al salir el coche—. Ya lo sabes.
Me vuelvo con destino a Olea, le guiño el ojo y le susurro en voz inscripción:
—Es que Marthe es un poco vaga.
Kristoffer carraspea.
—Yo sí que podré decirlo, ¿no? —cuestiono—. Yo puedo bromear con estas cosas. Es tan tentador, a Marthe le viene aceptablemente que le den una buena patada en el culo de vez en cuando y es un placer guiñarle un ojo a Olea, hacerla reír y conseguir que se le pongan los luceros como platos de alegría porque le hago chispa. Cogemos la carretera de la costa y le explicación a Kristoffer lo del padre hípster y el niño que estaba viendo El bosque de Haquivaqui con el sonido puesto.
—Y luego la clan va y se mosquea conmigo —digo—. No era yo la que iba haciendo ruido. Y menudo cabreo se cogió el padre.
Kristoffer huele a poco que reconozco, a cabaña de madera, a pintura, a agua de mar, a cuerpo.
—Bueno, ya sabes, no siempre es fácil conseguir que estén tranquilos —dice.
—Pero tú no dejabas que Olea llevara el iPad a todo trapo en un autobús empachado de clan cuando tenía tres años, ¿no? —digo.
—No —dice Kristoffer—. Pero la clan se mosquea mucho con los niños, no se hacen cargo de la situación. Y los niños tienen que poder ser niños.
Este es el tipo de cosas que dice Kristoffer, que los niños tienen que poder ser niños, o que hay que escuchar al cuerpo.
—Pero no es lo mismo sentir que tener el sonido puesto —digo.
Me doy cuenta de que estoy insistiendo demasiado, se me ve el plumero, no entiendo de niños, y Kristoffer se encoge de hombros y sonríe un poco, el sonido puesto en un autobús abarrotado, repito, intenta respirar con el estómago, Ida, dice Kristoffer dándome una palmadita en el muslo. Abro la boca para asegurar poco más, pero me corto, de todos modos no me iba a entender. Puedo contárselo luego a Marthe, ella suele estar de acuerdo conmigo en estas cosas, y se enfada cuando Olea hace ruido. También pienso contarle otra cosa, no en cuanto lleguemos, sino esta perplejidad, cuando nos hayamos tomado un par de copas de morapio cada una y Kristoffer se vaya a encamar a Olea, entonces se lo contaré.
***
Hace unas semanas estuve en Gotemburgo, fui sola en el tren, hice perplejidad en un hotel y a la mañana posterior recorrí un par de calles para asistir a una clínica de fertilidad. Era como cualquier otra consulta médica, solo que un poco más luminosa y elegante, con macetones de palmeras y, en las paredes, fotos difuminadas de madres y bebés, o de pájaros y huevos. El médico se llamaba Ljungstedt y tenía un despacho con vistas al pabellón de la orilla de enfrente, se veía a la clan corriendo sobre las cintas y levantando mancuerna. El médico pronunciaba mi nombre a la sueca, no decía Ida, sino más aceptablemente Eida, o Yida, con la i en el fondo de la desfiladero, mientras escribía en el ordenador sin indultar la olfato. Me hizo un rápido extracto del proceso, qué día del ciclo debía asomar a tomar las hormonas y cómo sacaban los óvulos, pero ayer me iban a hacer unos análisis de mortandad y una revisión ginecológica.
—Se ha puesto súper súper de moda congelar óvulos —me dijo, como si quisiera venderme poco, y eso que yo ya estaba allí.
—Ya me he fijado, sí —dije y me reí.
Todo parecía campechano, pronto sería verano, hacía buen tiempo en Gotemburgo y había pedido mesa en un restaurante donde pensaba comer con un buen morapio blanco y alabar por el hecho de que iba a gastarme los ahorros en sacarme unos óvulos y meterlos en un lado, una cuenta bancaria de óvulos.
—Es una súper, superoportunidad —dijo el médico—. Cuando no tienes pareja, o aún quieres esperar para tener hijos.
—¿Verdad que sí? —dije—. Tengo pensado hacerlo después de las descanso.
—Y quizá vuelvas en el interior de un par de años con tu próximo novio y puedas usarlos cuando tengas cuarenta y dos o cuarenta y tres —dijo, escribiendo a todo trapo sobre el teclado—. Ya riberás, será súper supergenial.
Intenté imaginarme a un novio, me imaginé a un hombre detención con barba en la consulta conmigo en el interior de unos años, no le distinguía aceptablemente los rasgos de la cara, pero me imaginé que, al salir, me rodeaba los hombros con el ayuda en el montacargas y me decía «vamos a ser padres, Ida». Algún día, me dije ahí tumbada en la arnés del ginecólogo, algún día tendrá que funcionarme, y el simple hecho de tenderme en esa arnés me hizo creer que ocurriría, tanto lo del novio como lo del niño, solo estar allí era ya una promesa de que algún día vendría poco más, algún día. El médico y yo miramos mi útero en la ecografía, me cuestionó en qué trabajaba y le dije que era arquitecta.
—Seguro que haces unas casas preciosas —dijo.
—Bueno, sí —dije—. Trabajo en un estudio conveniente magnate, hacemos sobre todo edificios oficiales y cosas así, urbanística.
Me interrumpí a mí misma, me estaba adentrando en una larga explicación sobre quién diseñaba qué, pero ¡me pareció que no tenía mucho sentido hacerlo ahí tumbada, con las piernas abiertas y el espéculo metido en la vagina. Cuando estaba saliendo por la puerta para hacer me los análisis de mortandad, todavía con el vientre pegajoso y frío por el gel de la ecografía, el médico me dijo que hablaríamos en el interior de unas semanas, cuando llegaran los resultados, y trazaríamos un plan sobre cuándo asomar, cuándo empezarlo todo.
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