Como decía el filósofo teutón Ernst Cassirer, el ser humano es un animal simbólico. De lo contrario, en un país como España, ¿cómo se explica que tengamos tantas fiestas? Un puñado de ocasiones para manducar, tomar y pasarlo acertadamente, pero, según Cassirer, asimismo para expresar nuestro espíritu. Lo hacemos mediante unas festividades –la mayoría, de raíz católica– que reivindican alguna idea importante en nuestra sociedad.
En la antigua Sumeria de hace cinco mil abriles asimismo había trinque, comilonas y parentela acertadamente vestida. Como en los entierros de los reyes de Ur, que, si a nosotros nos parecerían una saturnal, para los sumerios eran la mejor forma de honrar a sus muertos. En 1926, mientras excavaba en el cementerio existente de esa ciudad, el arqueólogo anglosajón Leonard Woolley hizo un descubrimiento horripilante. Antiguamente que mínimo, veamos qué celebraban los sumerios y cómo lo hacían.
Referirnos a ellos es hacerlo a lo que muchos califican como la primera civilización de la historia, la que inventó la rueda y la escritura. Sucedió en el contemporáneo Irak, en las llanuras entre los ríos Tigris y Éufrates. Aquella era una tierra árida, carente de piedras para construir y castigada por unos veranos calurosísimos. Sin confiscación, nos dicen los historiadores, es aquí donde está la secreto, pues el penuria agudiza el ingenio.
Tuvieron que formarse a canalizar las aguas del Éufrates, cuyo caudal es más predecible, y luego del Tigris. Así nació la escritura. No fue para crear hermosos poemas ni para contar historias, sino por el mundano motivo de contar cantidades de granazón y dirigir una compleja crematística agraria.
Sucedió en la ciudad de Uruk, la primera en construir canales y donde, gracias a los excedentes del campo, se pudo encaramar un Estado centralizado y una crematística especializada. Es aquí donde entran en entretenimiento las tablillas de escritura cuneiforme, un sistema de pictogramas que representaban haberes y objetos y que más tarde se refinó.
Divinizar lo que se teme
A partir de 2900 a. C., esos avances se extendieron por el resto de Mesopotamia, dando circunscripción a una serie de ciudades-Estado independientes que, en conjunto, son lo que se conoce como Sumeria. Lamentablemente, poco se sabe sobre cómo se divertía la parentela corriente en privado.
Gracias a yacimientos arqueológicos como el cementerio existente de Ur, a tablillas o a piezas de arte como el Estandarte de Ur, tenemos evidencias sobre las grandes festividades estatales, que en Sumeria se realizaban en torno a las divinidades o en los funerales de los miembros de la realeza.
Como explica Steve Renette, historiador especializado en la caducidad en Oriente Medio, con el crecimiento de las ciudades sus monarcas sintieron anciano aprieto de hacer muestras públicas de su poder. No solo con la construcción de magníficos palacios y templos, sino asimismo con la celebración de festejos; cada ciudad honraba a su propio patrón del panteón.
Los sumerios divinizaban todo aquello que no comprendían: las aguas, el derrota y cualquier otro aberración de la naturaleza. Unas deidades cuyo valenza debían ganarse a través de ofrendas, pues, de lo contrario, castigarían a una ciudad con cualquier calamidad climatológica. Así se entienden los zigurats, enormes templos que los arqueólogos creen que servían para conectar a los dioses con la tierra, y donde se les brindaban todo tipo de dádivas.
Un baile con entrada librado
Singular de joyas y piedras preciosas, asimismo se entregaban al templo alimentos y bebidas, ya que, como explica la arqueóloga francoestadounidense Denise Schmandt-Besserat, los sumerios dotaban a sus dioses de características humanas. Por eso sus iconos tenían la boca abierta, para poder consumir las ofrendas. Incluso, dice Schmandt-Besserat, les construían suntuosas alcobas donde los sacerdotes los ponían a acostarse.
Siendo los templos lugares prohibidos, el único momento en que la parentela corriente podía ver a sus dioses era con motivo de alguna festividad. Una invitación, sin confiscación, que no salía de gorra. El gobierno de Uruk llevaba una estricta contabilidad de las ofrendas que debía realizar cada individuo en función de su status. Posteriormente de la procesión, la fiesta continuaba con bailes, música y la ingesta de grandes cantidades de cerveza.
Una de las mejores descripciones de esas celebraciones aparece en el Estandarte de Ur, un baldosín de aproximadamente de 2500 a. C. hallado en la cementerio de esa ciudad. Hecho con piedra caliza, conchas y lazulita, en la parte superior de uno de sus paneles principales, el de la paz, aparece el monarca, huésped del gaudeamus. Anejo a él, un orden de individuos, vestidos con faldas y sentados en taburetes, sostiene unas copas que los sirvientes de la franja inferior se encargan de rellenar. Figuran asimismo un arpista y un cantante.
De los grabados de otros yacimientos, expone la arqueóloga Schmandt-Besserat, se infiere que esas fiestas eran muy multitudinarias; participaban en ellas desde la aristocracia hasta los ciudadanos comunes. De hecho, una inscripción de 2500 a. C., perteneciente a la ciudad-Estado de Lagash, fanfarroneaba sobre cómo, para la inauguración del templo dedicado al dios Ningirsu, se llegaron a consumir 30.800 kilolitros de cebada.
Como si no hubiera un mañana
Aunque en el Estandarte de Ur los protagonistas aparezcan bebiendo de una copa, en la civilización sumeria asimismo era popular usar pajitas para consumir trinque. En existencia, no solo en Sumeria, sino asimismo en muchos otros lugares del antiguo Oriente Medio. Al parecer, varios individuos se sentaban aproximadamente de una especie de búcaro repleto de cerveza. Y no bebían poco.
Tal como explicaban a principios de este año, en la revista Antiquity, los profesores Viktor Trifonov, Denis Petrov y Larisa Savelieva, en una tumba de la contemporáneo Siria se encontró un búcaro de 32 litros de capacidad. Ocho pajitas dispuestas adjunto a este indican una media de cuatro litros por persona.
A su vez, en el extremo de las pajitas se colocaba un pequeño filtro de bronce con el propósito de tamizar la cerveza, que por aquel entonces era muy impura y que, por su desapacible sabor, se suavizaba con hierbas aromáticas. Singular de la cerveza, los sumerios asimismo hacían licores a partir de uvas o dátiles.
Hasta aquí la bebida, pero ¿qué se comía en esas fiestas? En Historia de la comestibles (1996), Massimo Montanari y Jean-Louis Flandrin lo aclaran. Si acertadamente lo más habitual era la carne fresca, que procedía de animales domesticados como la chiva o la oveja, asimismo se conocían otros alimentos más elaborados, como el pinrel, el pan de cebada o los pasteles, a los que se añadían miel como condimento y frutas a modo estético.
El grasa era considerado un boato; añadiéndole hierbas aromáticas, se usaba como unción para el pelo
Y no tanto como adobo, los comensales acostumbraban a intercambiarse la sal como símbolo de amistad. A su vez, el grasa era considerado un boato. Añadiéndole hierbas aromáticas, se usaba como unción para embellecer el pelo.
El cementerio existente de Ur
Hasta aquí la parte más amable de este relato, pues en Sumeria hubo otro tipo de fiestas, los funerales, que incluían un lúgubre ritual. Como avanzábamos, lo descubrió en 1926 Leonard Woolley, mientras excavaba en el cementerio existente de Ur, al sur de Irak. Situado hoy en una zona desértica, antaño de que el Éufrates cambiara de curso, la cementerio, al igual que la propia Ur, estaba cerca del río.
De las cerca de dos mil tumbas que descubrió, lo sorprendente no son el puñado de enterramientos reales, sino el sinfín de cadáveres que los acompañaban. Woolley había descubierto las fosas comunes de unos sacrificios humanos que, en esa comunidad, se llevaron a mango al menos durante trescientos abriles, en el III milenio antaño de Cristo.
La fosa mejor conservada es la que perteneció a la reina Puabi. En una cámara funeraria de difícil llegada, su occiso se encontró adjunto a unos lujosos ornamentos y joyas. Lo lúgubre estaba exacto encima. Sobre el habitáculo descansaba una gran fosa popular repleta de hombres en uniforme marcial, así como de mujeres e incluso niñas.
En la rampa que conducía a esta fosa y a la cámara funeraria se dispusieron varios cadáveres. A lo dispendioso de todo el enredado fueron apareciendo más tumbas como esta. En función de la importancia del aristócrata enterrado, podía estar acompañado de más o menos cuerpos. El que menos fue enterrado con seis acompañantes; el que más, con ochenta.
Tóxico para el más allá
¿Quiénes eran esos desgraciados? Se manejo de los asistentes de los monarcas, sacrificados cuando este moría para seguir prestándole servicio en la otra vida. Ayudantes, soldados y todo tipo de empleados de palacio, para que, aun muerto, no tuviera que renunciar a su vida de privilegios.
¿Y cómo murieron? ¿Fue poco que hicieron alegremente o hubo que consumir la violencia? Por raro que parezca, Woolley se abonó a la primera teoría. Para ello, se basaba en el hecho de que, adjunto a buena parte de los cuerpos, afloraron una especie de vasos.
Los funerales de estado incluían bailes, música, espectáculos de lucha y la ingesta de grandes cantidades de trinque
El arqueólogo especuló con que podrían contener el tóxico que ingirieron antaño de tumbarse en sus sepulcros. Que lo hicieron voluntariamente lo dedujo del hecho de que los cuerpos de las mujeres aparecieron con los ornamentos acertadamente colocados, en una posición apacible que no indica el uso de la fuerza.
Los funerales de la realeza en el antiguo Ur eran una fiesta, pero muy tétrica. Los profesores Aubrey Baadsgaard, Janet Monge, Samantha Cox y Richard L. Zettler trabajaron juntos en una investigación sobre este depósito. Esos funerales de Estado, razonan, eran fiestas que podían alargarse varios días.
Se invitaba a muchas personas, e incluían bailes, música, espectáculos de lucha y la ingesta de grandes cantidades de trinque. De ahí que buena parte de los cadáveres aparecieran ahumados o con restos de mercurio, posiblemente, en un intento por mantenerlos en buenas condiciones durante todos los días de celebración.
Sorprendentemente, es posible que parte de los asistentes a esos festejos fueran los mismos que luego se dejaron asesinar. Aunque desafíe nuestro concepto del instinto de supervivencia, lo cierto es que muchos especialistas –entre ellos, Woolley– apostaron por esta posibilidad. Por su parte, sin ser taxativos, lo que Baadsgaard, Monge, Cox y Zettler discuten es el modo en que murieron.
En su estudio aportan unos exploración de rayos X que se practicaron sobre dos de los cadáveres. Al parecer, esas personas fallecieron por una esforzado contusión, no por la ingesta de tóxico. Sea cual sea la respuesta correcta, lo cierto es que no hará esta historia menos macabra.
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