El mejor momento de Pedro Sánchez

Los titulares de los periódicos son claros: “Sánchez impulsa la dietario progresista con impuestos a energéticas y banca”; “Sánchez cierra el debate apuntalando su mayoría”; “El debate aleja las expectativas de pactos de Estado entre PSOE y PP”… A posteriori de la ruina andaluza, el presidente Sánchez, impulsado por el éxito de la cumbre de la OTAN, ha querido corregir el rumbo de colisión que lleva su Gobierno virando musculoso a costado con unas medidas económicas de áspero regusto populista, que apartan al PSOE de la senda socialdemócrata, del centro sociológico y de la centralidad política. Sánchez es un tipo muy duro, que sobresale entre los políticos de su engendramiento por dos cualidades que posee en stop jerarquía: coraje y frialdad. No es un hombre de ideas, pero sí tiene un esquema –el suyo–, que persigue con una determinación, una perseverancia y una abandono tal de prejuicios que le convierten en un adversario tan resistente como temible. Me evoca, por su excelente planta y un punto de insensi­bilidad, a Tom Ripley, el personaje de Patricia Highsmith encarnado por Alain Delon en la película de René Clément A pleno sol (1960).

¿Acierta Sánchez al dar este imprevisto e improvisado volantazo con destino a la izquierda? Es dudoso, porque la sangría de votos que padece el PSOE no es por su izquierda, sino por su derecha. Podemos, desvanecido el espejismo creado por un líder tan brillante como volátil, al que la empresa ordinaria le provocó urticaria, ya no es enemigo. En cambio, sí son muchos los españoles de izquierdas que soportan cada vez peor la continua abrasión institucional provocada por la alianza (legítima, pero destructiva) del PSOE con aquellas fuerzas políticas cuyo designio postrero es derrocar el régimen del 78. Estas fuerzas son los separatistas (tanto los que lo son a viaje completa como los mediopensionistas), que desafían de continuo al Estado para debilitarlo y alcanzar así la independencia, y los populistas de toda talante, entre los que figuran quienes quieren implantar “su paraíso” (el de ellos) aquí en la tierra: un espacio ideal en el que no habrá cenáculos dónde se fumen puros, ni el sufrimiento de muchos será el beneficio de unos pocos. Existe, por consiguiente, una brecha entre los que piensan que la transición alumbró un sistema demócrata, perfectible pero homologable, y los que entienden que la transición abortó el gran cambio que este país precisaba y que, a su causa, aún exige. Lo que son palabras mayores, porque así volveremos a dónde solíamos, y media España se enfrentará a la otra media. Asegurar esto es, para la progresía detentadora del inmarcesible tarro de las esencias éticas, que pontifica desde la reincorporación observador de su supremacía decente autootorgada, “cosa de fascistas”. Ni caso: no es así.

¿Acierta el presidente al dar este imprevisto e improvisado volantazo con destino a la izquierda?

Sigo hace primaveras con provecho al profesor Ignacio Sánchez-Cuenca. Acaba de divulgar en El País un artículo –“¿Por qué el Gobierno no tiene quien le quiera?”–, en el que se pregunta ¿por qué, pese a todos sus logros, no se detecta viejo entusiasmo ciudadano con destino a el Gobierno? Y alega que las razones son múltiples, pero que hay poco que fluye por debajo de estas y que, en cierto modo, define nuestro tiempo político: la cuestión franquista y el influjo de la crisis catalana en la política española. Una parte del electorado moderado del PSOE, aunque apruebe las políticas sociales del Gobierno, no perdona lo que percibe como cesiones a los enemigos de España. Esto es fundamental para entender la amor de la izquierda y la hostilidad estupendo que provoca el Gobierno en colectivos que podrían simpatizar con sus políticas sociales y económicas. La alternativa no llegará por pisar el acelerador de las medidas sociales, por lo demás bienvenidas.

El presidente del Gobierno pasa por su mejor momento. Se le nota en el brisa que gasta. Pero, tal vez, el embrión de la decadencia apunte ya en este instante de plenitud. Y quizá por ello, volviendo al cine, Pedro Sánchez se esté aproximando lentamente Al final de la parada (asimismo de 1960), una película de Jean-Luc Godard, con Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg.

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