El filósofo Eudald Espluga (Girona, 1990) se siente fatigado, triste y sobrepasado por la multitarea digital, pero en empleo de ocultar ese cansancio bajo una falsa sonrisa y una frase eufórico de las que circulan en redes sociales ha decidido escribir un texto. No seas tú mismo (Paidós, 2021) denuncia una trabajo colectiva gestada a la sombra del auge del neoliberalismo y la irrupción de las plataformas tecnológicas.
A diferencia de lo que algunos pueden pensar, el trabajo digital no es más liviana, sino que los avances tecnológicos generan trabajadores más eficientes y productivos, dispuestos a trabajar durante más horas y con decano flexibilidad. El ocio siquiera escapa de esta optimización: medimos los pasos que damos, calculamos la distancia ideal para el geolocalizador de Tinder y actualizamos constantemente el curriculum en LinkedIn para ofrecer la mejor interpretación de nosotros mismos.
El resultado es una sociedad hiperproductiva, optimizada y agotada. Pero no todo está perdido. Espluga defiende a lo extenso del texto, que ya va por la tercera estampado y en septiembre saldrá en catalán en la editorial Destino, que esa trabajo puede revertirse y transformarse en una forma de resistor al capitalismo de plataformas.
En un mundo en el que ser atinado es una obligación, usted reivindica la trabajo, ¿por qué?
Reivindicar la trabajo, que puede expresarse de distintas maneras, desde ansiedad hasta un cuadro depresivo, es reivindicar unas condiciones sociales, políticas y económicas que nos agotan. El sistema capitalista está pensado para una optimización constante del ser humano, tanto en su ámbito profesional como personal, lo que resulta abrumador. A raíz de la pandemia, la lozanía mental se ha puesto en el centro del sistema, pero la trabajo es poco que nos acompaña desde antaño.
Quizás es usted quién está triste.
Reivindicar la trabajo incluso nos permite pensar cómo nos relacionamos con ese malestar. ¿Lo hacemos de forma individual y cada uno de nosotros paga la terapia o lo hacemos de forma colectiva señalando aquello que no funciona en el sistema coetáneo? Durante mucho tiempo hemos querido desmentir ese malestar porque pensamos que desaparecerá mirando en dirección a otro banda o que es poco que sólo nos ocurre a nosotros, pero reivindicar esa trabajo es el primer paso para cambiar el entorno neoliberal.
Dice en su texto que la delicia es un negocio, ¿por qué?
El sistema capitalista ha vivido una transformación, iniciada a finales de los primaveras 60 del pasado siglo, que nos ha llevado de un maniquí postfordista, donde imperaba una diligencia empresarial fría y un trabajador mecanizado, hasta la hogaño, dónde se aspira a capitalizar las emociones de los trabajadores porque se ha demostrado que un trabajador atinado es un trabajador más productivo.
Más allá del ámbito sindical, incluso me exige delicia la taza en la que desayuno cada mañana.
Las teorías psicológicas más en bogadura en la hogaño parten de la psicología positiva: sé atinado y atraerás delicia. Y esto va más allá de la autoayuda: el antiguo presidente de la Asociación Estadounidense de Psicología, Martin Seligman, es quién desarrolla esta corriente de la psicología que responsabiliza a los individuos de todo lo que les pasa. Es un triunfo del neoliberalismo que sobrepasa la diligencia empresarial y aplica incluso en las relaciones personales.
Es excéntrico que cuando el sistema nos quiere más felices, más infelices somos.
Esto se debe, al menos, a dos factores. En primer empleo, y más importante, a una precarización de las condiciones materiales y una errata de expectativas en el futuro. La emergencia climática, la dificultad de ataque a la vivienda, los sueldos bajos, las pensiones en el garbo, etc. Toda esta incertidumbre causa malestar. Por otro banda, la preeminencia de las tecnologías en el mundo contemporáneo nos permite una parametrización opresiva de nuestro día a día. Hoy podemos medirlo todo: desde las calorías que consumimos hasta los pasos que damos, pasando por las páginas que hemos instruido o las horas invertidas en Instagram.
¿Qué papel juegan las expectativas?
Estar sometidos al imperativo de la delicia, incluso genera mucha sensación de fracaso porque el sistema te dice que si no eres atinado es porque no te has esforzado lo suficiente.
Generaciones anteriores incluso tuvieron sus miserias y no lloraron tanto, ¿la coexistentes millennial es una coexistentes victimista?
En ilimitado. Antiguamente podía poseer unas condiciones muy duras pero se estructuraban en un mundo con decano seguridad donde colectivizar esos problemas, como por ejemplo los sindicatos o los comités de empresa o incluso la clan, que tenía un decano peso y te permitía salir dónde tú no llegabas. Con el triunfo del neoliberalismo, ese malestar se vive de forma individual porque las ayudas sociales del Estado, así como los sindicatos y el concepto de clan, se han desmoronado.
Habrá quién dirá que los jóvenes ya no están politizados.
Hoy en día surgen otras formas de colectivización del malestar como por ejemplo el Sindicat de Llogaters en Catalunya, que incluso se está expandiendo a otros lugares del Estado, o el colectivo Riders X Derechos, la agrupación de los trabajadores del delivery, o Las Kellys que agrupa a las trabajadoras del hogar. Es muy significativo que estas organizaciones de lucha aparezcan en los sectores más precarizados y atravesados por el capitalismo de plataformas.
Luego de interpretar el texto queda claro que tenemos que replantearnos la relación que tenemos con el trabajo.
Esto ya venía de antaño, pero la pandemia ha jugado un papel importante porque nos ha permitido detener y ocasionar un estado de opinión y advertencia sobre las condiciones laborales. En Estados Unidos ha emergido el aberración de la Gran Renuncia, los trabajadores que, apoyados con un ingreso imperceptible por parte del Estado, han renunciado a su trabajo porque no les motivaba lo más imperceptible. Al mismo tiempo, en China ha calado el movimiento Tan Ping (que puede traducirse como estar tumbado) impulsado por algunos jóvenes que, de forma contrarrevolucionaria, renuncian al “éxito” sindical y social.
¿No hacer cero como una suerte de insurrección silenciosa frente a las interminables horas en la oficina, las exigencias de un mundo práctico y la modernización permanente del perfil profesional?
En un contexto en que se palabra mucho de la desintoxicación digital, Jenny Odell, autora de No hacer cero, propone que a menudo este no hacer cero consiste en descansar una temporada para retornar con las pilas cargadas y ser luego aún más productivo, es proponer, se optimiza incluso el refrigerio. Esta idea se enmarca en la civilización coetáneo de ser patrón de uno mismo, pero cuando en el texto propongo no hacer cero es por definición dispendioso.
¿Se puede no hacer cero?
Hoy en día no hacer cero es una provocación, sólo hace errata ver la performance de La becaria, que demuestra cómo estamos programados para producir constantemente y nos molesta profundamente –hasta el punto de que podemos salir a increpar a determinado o decirle que tiene problemas mentales– ver a determinado que hace actividades improductivas en un contexto productivo porque pensamos que solo podemos conquistar la delicia si somos productivos 24/7.
Tenemos que replantearnos porque sólo creemos que es posible aceptar una vida atinado si somos productivos.
Como dice Martí Peran en empleo de “no hacer cero” se prostitución de “hacer cero”. Es proponer, de crear detención como hace la protagonista de la performance La Becaria que, al dejar de hacer cosas, provoca que todos los que están a su en torno a dejen de hacer cosas.
Hacer cero para cambiar las cosas.
En palabras de Martí Peran, mudar la afección individual en una indisposición genérico, como puede ser hacer una huelga, crear un sindicato o ocasionar un movimiento para no contestar whatsapps más allá del horario sindical.
¿No cree que quién más reivindica no hacer cero es quién más se autoexplota?
Por un banda, es cierto que el texto apela a las personas que más se autoexplotan, pero, por el otro, la deducción de la hiperproductividad no se ciñe sólo a las industrias culturales, una de las más castigadas, sino a cualquier otro sector. En los supermercados, por ejemplo, ya hay cómputos de velocidad para penalizar o premiar a los trabajadores en función de su eficiencia. Ocurre lo mismo con los reponedores, los riders o los dependientes, que encima son valorados en función de su simpatía.
¿Podemos escapar de esa deducción de la optimización?
Es evidente que no podemos renunciar a la tecnología, pero sí que podemos exigir cambios a los gobiernos. De la misma forma que el agua o el gas están regularizados, las infraestructuras básicas de Internet deberían regularizarse, incluso si ello implica desposeer una parte de las grandes empresas tecnológicas.
Suena utópico…
No digo que sea una tarea liviana, pero hay mecanismos para regular estas compañías tanto a nivel restringido, como franquista y europeo, y del mismo modo que hoy existe el derecho al olvido, estoy seguro que el debate de un internet de carácter sabido estará totalmente normalizado en cinco primaveras.
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