Me hice periodista sin saberlo. Durante la infancia me impuse encubrir mi timidez, de forma que aparentaba ser una pupila decidida que preguntaba demasiado. No sé cuándo empezó a crecer mi apego por la aviso ni cuándo aprendí a distinguirla del rumor. Probablemente tuvo que ver cuando la chiquillada se reía de una anciana que se sentaba en el suelo, al sol, rodeada de gatos; los niños decían que no llevaba bragas y se le veían “los pelos”, y ella, a pesar de los insultos, permanecía impasible.
El periodismo estaba hecho para impacientes y volubles, inagotables como las noticiario: lo que escribías moría al terminar el día
Coincidió con que mi causa me animaba a presentarme a concursos literarios infantiles, como ella misma hizo de pipiolo. Y al superar el primero me sentí obligada a continuar, por lo que sin pretenderlo encontré una guisa de perfilar mi ingenuidad. Aquella era una tarea que me apartaba de los juegos, sí, pero igualmente me ofrecía la posibilidad de ajustar la palabra a la imagen, de batirme en ese enigma. Poco duró mi idilio con la presunción y los cuentos de amores desgraciados que me inspiraban las canciones de la gran Mari Trini porque una secuencia de muertes volcó mi examen en torno a la ingenuidad. En un paso a nivel sito en una curva y con escasa visibilidad, los trenes habían arrollado a vecinos despistados o temerarios. Los agricultores encontraban restos de parentesco en sus huertos, y el pueblo firme suplicaba que se cancelase aquel peligro que tenían a tocar de casa. Para colaborar en la causa, le pedí al farmacéutico del pueblo, Abel Boldú, un personaje poético, que me ayudara a contactar con el diario Segre –él había participado en su creación–. Y de aquella guisa, informando sobre el malvado paso de la crimen, me convertí ocasionalmente en corresponsal de provincias. Tres primaveras luego ocupaba la arnés de becaria en la redacción del Diari de Lleida.
El periodismo estaba hecho para impacientes y volubles, inagotables como las noticiario: lo que escribías moría al terminar el día. Desde entonces el teclado se convirtió en desierto y paraíso. Leo Zona de obras, un manual que me obliga a dar estas respuestas. Porque en sus páginas asegura que ella se convirtió en yonqui de las siguientes preguntas: “¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe?”. Guerriero lo hace con metal de cristal. Parece conocer los secretos de la maquinaria de antiguos relojes que dan la hora según el límite de dolor o de belleza. Y siempre consigue que el leyente termine sus textos, desde el hueco que ella abre con cuchara de plata. Creo que para eso se escribe.
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