El crepúsculo de los dioses y el auge de las teorías conspirativas

El año que viene, en noviembre, hará 60 abriles del homicidio del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy. Un atentado filmado en directo y emitido al mundo inalterable; uno de los crímenes más investigados de la historia. Pero a día de hoy y pese a los esfuerzos de Oliver Stone, entre otros, nadie sabe con certeza qué en realidad pasó, quién había detrás, quién apretó el percutor, ni siquiera de los otros muchos irresolubles enigmas que rodean la investigación y que han poliedro pie a lo desprendido de los abriles a toda clase de conjeturas y no pocas teorías conspirativas, de las que hay para todos los gustos, nuevas y viejas, creíbles y disparatadas. Lo más seguro, se ofrecerá alguna más para coincidir con la celebración de la hecho en el 2023.

Teorías conspirativas las ha habido siempre, pero ninguna época preparatorio puede compararse con la nuestra en cuanto a cantidad y difusión instantánea a nivel mundial de las mismas, gracias sobre todo a internet y las redes sociales. Eso sí, su caldo de cultivo se halla, como siempre, en la ignorancia colectiva combinada con la búsqueda de un chivo espiratorio a quien imputar las culpas de nuestras miserias.

Teorías conspirativas

Ninguna época puede compararse con la nuestra en cuanto a su cantidad y difusión

A lo desprendido de los siglos y hasta el día de hoy han sido los judíos los más señalados, pues sirven como chivo expiativo comodín, los culpables de todos y cada uno nuestros males. Se les denegaba cualquier oficio que no fuera el de prestamista, sólo para acusarles de repugnantes usuarios merecedores del más implacable castigo divino, o sea, el de la más abyecta brutalidad humana.

Pero además servían las mujeres acusadas de brujería, los homosexuales, los supuestos herejes, los casi siempre indeseados inmigrantes o, ya puestos, cualquier ser humano con la piel de un color diferente del de los buenos paisanos. Las persecuciones y ejecuciones se hacían en el nombre de Jehová o de una ideología. Y fue así hasta que, sobre todo a partir de la Reformación puesta en marcha en el meta de Europa que clamaba contra los milagros fraudulentos y la desvergonzada simonía tan extendida en la Iglesia de Roma, la ira divina dejo de horripilar a las personas. La Ilustración haría el resto.

Escena infructifero

Cada vez hay más multitud que desconfía de la política, de la posesiones, del gobierno, del sistema

Durante el Romanticismo el pecado diferente cedió el paso a los nacionalismos que se creían dueños del destino de un solo pueblo, ciudadanos de naciones seculares rodeadas de enemigos amenazantes. Mientras se cuestionaba la certeza de las teorías de Darwin, los fervorosos nacionalistas se lanzaban a inventarse el relato de los orígenes de la nación. Por supuesto, mentían como bellacos, pero además en cuanto a la perversidad de sus enemigos, fuesen éstos reales o inventados. Y así seguimos erre que erre y eliminación tras eliminación hasta el día de hoy.

Estamos tan dispuestos a dar crédito a las noticiero falsas o las más rebuscadas teorías conspirativas como lo fueron nuestros ancestros a la hora de tragarse las filfas emitidas por curanderos o la Iglesia. Tanto es así que cada vez hay más multitud que desconfía de la política, de la posesiones, del gobierno de turno, del sistema. Da igual que sean de derechas o de izquierdas. O sea que hemos creado, con no poca ayuda de internet, un ambiente infructifero que ahora aguarda lo ocupe un gran charlatán que la medio de la población aclamará como un salvador y la otra medio el diablo.

En punto de tragarnos tanta teoría conspiratoria, que al fin y al límite no es más que eso, una simple teoría, seguramente nos resultaría más provechoso mandar al cuerno a los charlatanes populistas que se dedican a sembrar odio y división entre nosotros. Siquiera nos vendría mal una envés a la sensatez, sentido popular, espíritu de sacrificio y inmaterialidad (sin carencia de que sea religiosa) de nuestro antepasados. Si carencia más porque ellos sí que sabían lo que vale un peine.

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