No tiene sentido errar. Los Rolling Stones celebran por todo lo excelso este 2022 dos aniversarios con solera: los 60 abriles de su primer concierto y los 50 de uno de sus mejores discos (el Exile on Main Street). Pero todavía es cierto que hace ya mucho tiempo que la troupe de Mick Jagger y Keith Richards dejó de señalar el camino.
Hay quien sitúa en 1972, tras su convulsa paseo por EE.UU., el inicio de su pérdida de influencia como engendro cultural y social. O cuando, un quinquenio a posteriori, irrumpió en la imagen anglosajona el movimiento punk, que se reafirmaba a pulvínulo de desmentir el poder (musical) establecido. Otros consideran que fue en 1981, el año del disco Tatoo you, cuando los Stones dejaron de crear grandes canciones. Y hay hasta quien sugiere que nunca superaron la expulsión y homicidio de su cofundador Brian Jones, en 1969. Como si desde entonces estuvieran entregados a un sofisticado prueba de autoparodia.
Galones
Hay quien sitúa en 1972 el inicio de su pérdida de influencia y otros consideran que fue en 1981, el año del disco ‘Tattoo you’, pero siguen llenando estadios en toda Europa
Sin confiscación, todavía es evidente que la duración de una manada que este verano ha llenado estadios en toda Europa no puede sostenerse solo en la mercadotecnia o en la mera nostalgia. Poco más deben de ofrecer aún los Stones para que sobre el césped haya una mayoría de espectadores que no habían nacido todavía cuando la manada hizo su primicia en 1962, pero que se saben la carácter de todos sus himnos y los entonan con entusiasmo.
A finales de julio, La Vanguardia viaja hasta el estadio del Olympique de Lyon para confirmar el buen estado de lozanía de la manada, en el tramo final de la que puede ser su última gran paseo europea. La primera conclusión: se constata, una vez más, el extraordinario repertorio de un colección que durante sus dos primeras décadas fabricó no menos de una treintena de temas que están entre los más impactantes de la historia de la música popular.
Los conciertos de los Rolling Stones no solo se valoran por los temas que interpretan, sino todavía por los que se quedan fuera. Ningún otro colección o autor puede presumir de tener pergeñado tantos himnos generacionales. Los Stones necesitarían dos conciertos enteros de dos horas para poder interpretar todos sus hits . En esta última paseo ha desaparecido de su repertorio no solo la controvertida Brown sugar, sino todavía el intrínseco It’s only rock’n’roll (But I like it).
Si en Lyon resucitaron maravillas como Angie, Dead flowers o Let’s spend the night together, en París, unos días a posteriori, deleitaron con 19th nervous breakdown o Wild horses. Todas ellas –menudo boato– composiciones que no están incluidas entre las habituales de sus setlists.
Hay que permitir que en el macroconcierto de Lyon, las interpretaciones, como viene sucediendo en las últimas giras, fueron desiguales. Desde hace unos abriles, los dos guitarristas, Keith Richards y Ronnie Wood, se adentran a menudo por enrevesados laberintos musicales donde los temas se desvanecen hasta resultar poco reconocibles. Acude siempre a su rescate un Mick Jagger que, con su voz infalible, los devuelve al buen camino. Por el contrario, la sección rítmica ha yeguada consistencia –perdón, gran Charlie Watts– una vez se han hecho cargo de ella dos jóvenes en la sesentena como el bajista Darryl Jones y el baterista Steve Jordan.
Pero si hay un factótum que contribuye a que el colección siga llenando estadios es el aliciente de presenciar un engendro irrepetible: el notorio es consciente de que está asistiendo a las últimas embestidas de una manada que representa, por sí misma, el fulgor y homicidio del rock entendido como un estilo de vida con capacidad de variar la sociedad.
¿Remate?
Los propios Stones alientan esa sensación de fin de etapa cuando recuperan sin disimulo su aspecto más blusera, en sintonía con el espíritu de la manada de sus primeros abriles
Los propios Stones alientan esa sensación de fin de etapa cuando recuperan sin disimulo su aspecto más blusera, en sintonía con el espíritu de la manada en sus primeros abriles. Como si de guisa natural aceptaran que hay que cerrar el círculo, en el 2016 publicaron un maravilloso disco exclusivamente con versiones de blues, Blue & lonesome. Y en los últimos conciertos, Jagger permite que una estrofa de un clásico del diabólico Robert Johnson, Come on in my kitchen (1937), se cuele en fracción de su interpretación en directo de Midnight rambler. Sucedió en Lyon y fueron vigésimo segundos mágicos. El blues, que tanto les dio y al que tanto dieron, comparece así de entre los muertos para reclamarles lo que es suyo.
Hay otros grupos que les pisan los talones sumando décadas, pero ningún puede presumir como los Rolling Stones de tener representado absolutamente todos los papeles del gran circo del rock. Eso sí, de la mano, en sus primeros abriles, de bandas como los Beatles. Porque los Stones estuvieron en el origen del engendro fan. Porque pusieron en sintonía, como nadie antaño (y tanta masa a posteriori), las corrientes musicales que fluían por Europa y EE.UU. Porque sus conciertos se convirtieron en válvula de escape de la ira de las jóvenes generaciones. Porque fueron pioneros todavía en arrostrar el rock a los estadios y, por consiguiente, en mejorar los sistemas de amplificación del sonido y en sofisticar la aspecto escenográfica de la música en vivo.
Porque la afinidad de algunos de ellos a las sustancias prohibidas alimentó el malditismo de la manada. Porque sufrieron el maltrato de mánagers desaprensivos y aprendieron a arrostrar ellos mismos las riendas de su negocio. Porque integraron en su repertorio, de guisa soberbio, los ritmos más contemporáneos, como en su día fueron la música disco o el reggae. Porque contribuyeron, con muy pocos escrúpulos, a la expansión del engendro de las groupies, hoy más localizado en el ámbito del fútbol…
Porque, en definitiva, todavía su decadencia ha sido paradigmática: muchos de los discos que han publicado con nuevo material desde 1981 al punto que contienen temas que evoquen el nerviación y la autenticidad de las canciones que compusieron antaño de su Exile on Main Street (1972).
Lo que el notorio de Lyon y de otras ciudades europeas ha comprobado de nuevo este verano es que la empuje, el vientre plano y la improbable cabello de Mick Jagger son instrumentos secreto para la credibilidad de un colección cuyos miembros fundadores enfilan la ochentena.
Y eso, a pesar del cambio climático, un engendro inexistente cuando se creó la manada, pero que se ha convertido en un factótum determinante en su última paseo. En Lyon, con una temperatura de casi 40 grados en el interior del estadio, Jagger renunció a cantar Gimmie shelter, un tema de gran exigencia vocal, en una recta final del concierto en la que se intuían sus dificultades para amparar el fuelle en medio del sonrojo.
Comprobar la profesionalidad de Jagger, degustar en directo temas míticos o tocar con las manos el aura de los antihéroes más auténticos de la civilización popular son satisfacciones que se han llevado a casa los espectadores de la paseo del 60.º aniversario. Pero ha habido poco más importante: el disfrute intergeneracional del sentido de pertenencia a una comunidad, la de los seguidores y las seguidoras del rock, que se adentra en un irreversible proceso de terminación. Sobrevivirán fórmulas deudoras de ese rock clásico de los sesenta y los setenta, pero no el estilo esencial que mantiene aún vivo el colección de los dos amigos de Dartford.
Es ley de vida, como admitiría el propio Jagger. Hace unos abriles, en el show televisivo de David Letterman, el líder de los Rolling Stones reflexionaba, en secreto humorística, sobre todo lo que ha aprendido en estas décadas de carrera. Encabezando el top 10 figuraba la venidero consideración: “Al principio, hacíamos rock’n’roll para poder tener sexo y consumir drogas; ahora, tomamos drogas para poder seguir haciendo rock’n’roll y para seguir teniendo sexo…”.
Sobre las merienda de la indeterminación, resonando aún el eco de una soberbio interpretación de Satisfaction, llegó la despedida habitual: “Buenas noches, Lyon, habéis sido una fantástica audiencia”. Ni “hasta siempre” ni “hasta la próxima”. Como si su última paseo –con ayuda o no de la química– fuera siempre la penúltima.
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