El potencial del turismo gastronómico

Vivimos un verano de cambios. La recuperación turística que se esperaba desde 2020 ha llegado, pero con matices que quizás no esperábamos y algunos destinos que hasta ahora habían escapado al engendro acusan los bienes de una evidente saturación que, sin bloqueo, no siempre parece tener un retorno que la compense, si es que poco puede compensarla.

Y es ese retorno, quizás, el pájaro esencia ¿Para qué queremos turismo? Esa es la pregunta que debería regir la gobierno de esta sinceridad para tratar de que, más allá de un beneficio crematístico a corto plazo, acabe por aportar medios que generen imagen de marca del destino y ayuden a la divulgación y conservación de su patrimonio.

Es verano en una Santiago de Compostela, desde donde escribo, que atraviesa su segundo año Xacobeo consecutivo. Lo que relación valdría, sin bloqueo, para la gran mayoría de zonas turísticas españolas. Cada día de la temporada suscripción llegan a esta ciudad de poco más de 95.000 habitantes entre 2.000 y 3.000 peregrinos, adicionalmente de turistas convencionales, que se concentran en el puñado de calles del casco histórico.

Es la época en la que la longevo parte de los visitantes demandan centollas, que están en privación hasta noviembre; pulpo, que en su inmensa mayoría viene de los caladeros norteafricanos; y unos pimientos de Padrón que, incólume aquellos pocos amparados por la D.O.P. Pemento de Herbón, al punto que 20 productores, pueden venir de aquí al banda, pero igualmente de Murcia, de Marruecos o, como los que encontré no hace mucho, en plena temporada y en un supermercado de una prisión almacén, de Senegal.

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Pulpo a la gallega 

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Próximo a esta ofrecimiento, que ficciona de algún modo la sinceridad gastronómica almacén -si te sirven un menú con pulpo marroquí, papa egipcia, centolla escocesa y pimientos de Senegal ¿estás tomando un característico menú gallego?- aunque al menos tiene una saco en la civilización almacén, la parte vieja de la ciudad se va llenando lentamente de barras de pintxos al estilo easonense, de paellas que llegan congeladas de una nave en un polígono a cientos de kilómetros, de locales de ramen, wok, poké y heladerías que ofrecen un sabor pitufo que, como todo el mundo sabe, es señal de calidad y artesanía alimentaria.

En uno de los accesos estratégicos al casco histórico patrimonio de la humanidad de la ciudad hay una franquicia de montaditos andaluces, un almacén que vende los tradicionales pasteles de nata portugueses y otro de bocadillos de muslo ibero. A 50 metros tenemos el kit completo de cadenas de hamburguesas, pizza saco y pollo frito. Nos desidia solo el Costa Coffee para corretear en la ajonje de las grandes capitales de la marabunta. Nadie de eso te dice que estés, ni remotamente, en Compostela.

La cocina empieza a ser considerada patrimonio cultural, aunque un patrimonio cultural de tercera división, por lo que se ve. No llenamos nuestros destinos turísticos de réplicas de la inmueble de otros países, pero sí de copias más o menos imaginativas de sus platos. No ambientamos la catedral con música uruguayo, pero no tenemos problema en guatar nuestras calles de todo menos de cocina almacén y de productos de proximidad. Es más realizable encontrar hoy en mi ciudad un ceviche que una buena caldeirada de guión, una dilema que, nos guste o no, igualmente acento de nosotros y de nuestra civilización. Somos lo que hacemos, pero igualmente lo que decidimos excluir.

Con frecuencia nos sorprendemos de que una cocina como la italiana sea mucho más popular y desde hace mucho más tiempo que la nuestra en el ámbito internacional. En el centro de Roma al punto que hay McDonald’s. Cinco en total y dos Burger King. No hay Starbucks, ni Domino’s Pizza, ni Kentucky Fried Chicken. Hay más franquicias de este estilo aproximadamente de la Sagrada Clan que en todo el centro histórico de la hacienda italiana.

No se negociación de que los italianos sean más restrictivos. En unas cosas lo serán más y en otras menos. No tiene que ver con un chauvinismo gastronómico exacerbado, siquiera. Es una cuestión de la concepción del espacio urbano, de la habitabilidad, de la relación del turista con el entorno en el que practica el turismo. Es, igualmente, una guisa de entender la cocina como parte de la imagen del destino, como civilización y como patrimonio.

Lo que sí tiene Roma es un Eataly, un negocio de 16.000 metros cuadrados dedicados al producto almacén y a la cocina italiana. Y ese es solamente uno de los 12 espacios que la marca tiene en las principales ciudades del país; lugares en los que el turista, pero igualmente el cliente almacén, puede alcanzar fácilmente a la artesanía alimentaria de calidad de las distintas regiones de Italia, probarlas en una traducción más formal o quizás en pizzas, ensaladas o bocados más sencillos. Y robar lo que quiera de revés a su país.

Una de las tiendas de Eataly, en Milán

Una de las tiendas de Eataly, en Milán 

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¿Por qué la cocina italiana, como la francesa, es más reconocida internacionalmente? Es difícil inquirir una causa única, pero cosas como estas tienen mucho que ver. Porque el trabajo empieza en casa, creyéndoselo, haciendo accesible esa riqueza a los habitantes de las ciudades y a quienes las visitan.

No tenemos una ley estatal que ampare el patrimonio gastronómico y de las 18 leyes de patrimonio cultural en vigor solamente tres hacen relato expresa a la cocina, un tema sobre el que ya he escrito en otras ocasiones, pero sobre el que, me temo, nunca se escribe lo suficiente. Francia, mientras, regula incluso qué puede venderse en restaurante como un plato casero o la presencia de congelados en las cartas. Si te das una revés por cualquier calle turística que te quede a mano con esto en mente es ineludible un cierto desánimo ¿Cómo no va a deber diferencias?

Todo esto se traslada al ámbito del turismo de una guisa conveniente cruda: si entendemos la cocina simplemente como un correctamente de mercado, si nos limitamos a darles lo que por lo conocido imaginamos que quieren, los resultado son los que estamos obteniendo hasta el momento.

Tal vez si dejásemos de entender el turismo solamente como una industria, como un petición inagotable que podemos seguir explotando sin fin y nos centráramos en articular estrategias que generen imagen de marca y valencia añadido al sector aproximadamente, en este caso, de la cocina, conseguiríamos esas cosas que nos sorprende que otros logren y nosotros no.

Se negociación de planificar, de hacerse cargo la cocina como poco más que un petición crematístico y de adoptarla como un sector clave, de defender a quien trabaja en esa segmento -por suerte los hay y son muchos, aunque tiendan a restar a la sombra de los rótulos luminosos de las grandes franquicias de comida rápida- de ver la cocina, la producción agroalimentaria y la restauración como poco que nos representa, que forma parte indisoluble de nuestra identidad. Y de entender el turismo como una utensilio que puede ser esencia para la divulgación, la protección y el expansión de nuestra sinceridad gastronómica.

Se negociación, en definitiva, de dejar de cuchichear de la cocina como civilización de cara a la colección, de desasistir las grandes palabras vacías y abrir a representar como si de verdad nos creyésemos que la cocina es civilización. El turismo es, puede ser, una gran puerta de entrada a ella y lo gastronómico puede ayudarnos a modular los flujos de visitantes, su impacto y cómo se relacionan con nuestro entorno y con nuestras vidas. La cocina puede ayudar a excluir un sector que en ocasiones muestra signos de agotamiento y que seguramente tenemos que repensar.

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