Escucho la impresión de unas declaraciones sustraídas a un corredor de campos, o corredor silvestre. Una persona que acaba de corretear por senderos perdidos hasta unos acantilados, atravesados por profundos agujeros, por los que el océano resopla con fuerza. O escupe. Esos bufones rocosos, inquietantes. Espiráculos de una ballena coloso. El corredor ha librado una batalla por el control de su respiración para subir hasta allí, entre eucaliptos, prados, riscos. Y cabras. Al parecer por ahí en lo alto dormitaban unas cuantas. Igual que los potrillos de las laderas, poco ayer. Todo el mundo parecía somnoliento esa mañana menos él.
En la impresión que ahora escucho, se oye de fondo el sonido de los cubiertos. El corredor se ha puesto a tomar. Corriente. Tiene escasez posteriormente de ese esfuerzo supino. Reducido, hace largas pausas. Mastica. Prácticamente se le oye examinar. Todo resulta así una cuestión de sonidos. A veces la vida se ve envuelta en una dimensión muy sonora. El caso es que él está concentrado en sus garbanzos con tomate y hay que sacarle las palabras con descorchador. A ver –se me oye insistir–, decías que llevabas mucho rato corriendo y te has parado al ver a una jaca, con su potrillo tirado en el prado, dormitando. Sí –masculla–, y he pensado que a lo mejor son como los bebés, que necesitan tenderse mucho. Claro. Entonces estaba el potrillo dormido y su principio al costado, y desde ahí he empezado a oír la respiración profunda del mar. A lo remotamente, en contraste con la de ese animal fresco que es el primer año que respira, se oía una respiración más agitada, vieja. Atávica, ronca. Milenaria. Atávico. No sé, lo que tú digas. ¿Y la tuya? ¿La de mis ronquidos? No, la de pasar campo en lo alto. La mía se iba tranquilizando al ritmo de la calma del potro.
Las cabras, cuando les hablan el mar y la tierra, no sienten incumplimiento; nosotros, sí
El corredor suelta la cuchara y coge carrerilla, valga la pleonasmo: tu respiración está muy alterada, llevas corriendo mucho rato. Cuando te asomas a los bufones es como si estuvieras de pie en el espalda de una ballena. O como si oyeras respirar juntos al mar y la tierra. Es como la inspiración y la espiración de la naturaleza. Además puedes pensar que te acento la propia tierra, que quiere decirnos poco. Y al costado de ese bramido telúrico, están las cabras durmiendo. ¿A esas horas? Sí, y los cabritillos, todo un hato encajado entre piedras cortantes, durmiendo tranquilamente mientras la tierra jadea. ¿Qué hacen durmiendo a esas horas de la mañana? Les apetecería, las cabras no tienen horario. Claro. Igual empezó una y las otras se fueron contagiando de esa modorra mañanera. Desde luego el hato estaba parado. Y cuando tú te asomas al quebrada de la boca del bufón, la chiva te mira con su inspección pausada. Con la sensatez de quien entiende que es solo el oleaje, que se cuela entre las rocas. Las cabras, cuando les hablan el mar y la tierra, no sienten incumplimiento. Nosotros, sí. Nosotros proyectamos nuestra angustia en ese sonido hondo. Y toda esta incumplimiento. Mientras ellas se dejan mecer por el ritmo de la vida.
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